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RAYOS Y CENTELLAS
Columna
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Están vivos

PEP MONTSERRAT

He comprado un robot comadreja. En realidad, es una bola de plástico a pilas con un colgajo peludo. Pero la caja asegura que “está viva”.

En efecto, en cuanto le meto la pila, la bola empieza a rodar por el suelo, haciendo ruiditos y gorgoritos. Rebota contras las paredes de la caja sacudiendo de aquí para allá su pelaje sintético. No hay cómo detenerla, o callarla. No tiene botón off.

Creo que he hecho la compra perfecta. Mis hijos llevan años pidiendo una mascota, pero se las he negado sistemáticamente. Si compro un animal de verdad, sé que terminaré por alimentarlo yo, limpiarlo yo, pasearlo yo, y me niego a asumir esa responsabilidad. En cambio, la comadreja robot se mueve, es graciosita, y se deja perseguir: todas las ventajas de un ser vivo, sin los inconvenientes. No exige cuidados especiales. La sueltas por ahí y se busca la vida. No ingiere alimentos ni produce alergias. No muerde. Es un sucedáneo ideal de la vida.

Después de comprarla, llevo a los niños a casa de una amiguita. En el coche, la comadreja empieza a quejarse. Sus gorgoritos parecen menos tiernos y suenan más como refunfuños de gato. Sus sacudidas dentro de la caja se ponen un poco violentas. Debe de ser el encierro, pienso. Los animales y los automóviles nunca se llevan bien.

Al llegar, la comadreja rueda por el suelo, liberada y feliz. Husmea por todos los rincones, en busca de abrigo o comida. Y al fin, encuentra a un amigo llamado Furby.

Furby tiene un coeficiente intelectual superior. Puede hablar un poco. Reacciona amorosamente si lo acaricias. Expresa emociones. Y gruñe sistemáticamente cada vez que alguien menciona a Mariano Rajoy. Sin dudarlo, nuestra comadreja lo adopta como maestro, para que le enseñe las lecciones fundamentales de la vida.

Los adultos nos dedicamos a conversar tranquilamente, pero después de media hora, mi hijo aparece en el salón:

-Papi, la comadreja se está peleando con Furby.

-Bueno, déjalos jugar.

Quince minutos después, es mi hija la que da la alerta:

-Furby le ha pegado a la comadreja.

-Normal, así son los animalitos.

Finalmente, después de otros veinte minutos, la pequeña dueña de casa viene llorando:

-¡Papá, la comadreja ha mordido a Furby y se nos ha escapado!

Los adultos nos reímos. Pero en efecto, la comadreja ha abandonado la habitación de los niños. Primero en broma, cada vez más en serio, la buscamos por toda la casa, hasta que oímos sus gruñidos bajo un armario del baño. Al entrar, no podemos verla, pero sentimos su cuerpo plástico chocando violentamente contra las baldosas, como si quisiera abrir un agujero en la pared.

Le digo al dueño de casa:

-Sácala de ahí.

Me responde:

-Es tuya. Mejor sácala tú.

Nos reímos nerviosamente, pero ninguno mete la mano bajo el armario.

La tecnología ha llenado nuestra vida de experiencias a medias. Compramos sucedáneos de mascotas, que divierten pero no molestan. Fumamos cigarrillos electrónicos, con nicotina pero sin humo. Compramos café en cápsulas, que huele igual pero no cuesta trabajo. Nos comunicamos en las redes sociales, sin tocar a las personas.

Un día viajaremos por holograma, sin salir de casa. Alquilaremos amigos que escuchen nuestros problemas sin incordiarnos con los suyos. Nos enamoraremos de muñecos de peluche que acaricien pero no discutan. Compraremos hijos que no se enfermen. Y al final del día, comparando nuestras adquisiciones con el incómodo mundo real, nos sentiremos satisfechos de haber hecho el mejor de los negocios.

Pero mientras ese día llega, quiero aprovechar estas páginas para solicitar un servicio público. Necesito un casco de esos que se usan para criar abejas. Y un arpón. Si alguien tiene uno, le ruego llamar a la casa de mi amigo. Se agradecerá la rapidez.

@twitroncagliolo

elpaissemanal@elpais.es

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