La decisión de la abuela
En sus nueve años de vida, Javi jamás había visto esa puerta abierta a las ocho de la mañana. Por eso, sus ojos se negaron a registrar aquella imagen, el haz de luz que penetraba en el pasillo en un tramo que siempre estaba a oscuras, un resplandor que paralizó sus pies, desató un hormigueo de miedo en sus pantorrillas y condenó su cabeza a una rigidez mortal, repentina. Hasta que su mente reaccionó al fin, liberando su cuerpo. No puede ser, se dijo mientras giraba sobre los talones. No puede ser, al avanzar un pie hacia el cuarto de su abuela. No puede ser… Al empujar el picaporte, Javi aún no sabía distinguir entre el miedo y el pánico, pero rebasó aquella barrera en un instante ante la estampa de una cama vacía.
–¡Mamá! –todo lo demás pasó muy deprisa–. ¡Papá! –tanto que ni siquiera fue consciente de que estaba corriendo–. ¡Paula! –de que estaba chillando a la vez–. ¡Por favor, que venga alguien! ¡La abuela ha desaparecido!
Ella oyó los gritos desde la cocina. Llevaba tres horas allí, sentada en una silla, mirando aquellos aparatos tan extraños. Estaba segura de que las capsulitas de colores tenían que ver con la cafetera, porque el actor que las anunciaba le parecía muy guapo y solía fijarse mucho en él, pero aunque intuía vagamente el mecanismo, había sido incapaz de prepararse un café. Acostada o de pie, ella nunca había sido nadie sin un café por las mañanas, pero en los siete años que llevaba acostada todo había cambiado mucho en la cocina de su hija. El microondas nuevo tenía tantos botones como el tablero de un avión, la nevera pitaba cada dos por tres, y el horno… Eso sí que era difícil. Había estado un rato tonteando con él, sólo por hacer tiempo, y no había sido capaz de encender ningún piloto. Luego pensó que a lo mejor los hornos ya no tenían pilotos, pero después de probar todas las combinaciones, la puerta ni siquiera estaba templada.
"Os veo tan perdidos, tan angustaidos, que me faltan fuerzas para seguir en la cama"
–¡Pero qué dices, Javi! Que no, mamá, que es verdad… No digas tonterías, Paula… ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay, Roberto, que mi madre no está! ¿Pero cómo no va a estar, mujer? Pues que no está… ¿Y no deberíamos llamar a la policía? ¡Sí, hombre, pues no faltaba más…! Igual la han secuestrado. ¿A quién, a la abuela…?
Oía las carreras, los gritos, los sollozos, y se decía a sí misma que debería avisarles, gritar que estaba abajo, en la cocina, pero de repente le dio vergüenza. Hasta aquel momento, todo había salido bien, estaba muy contenta. Llevaba mucho tiempo pensando en levantarse, pero dudaba de todo, y ante todo de sus piernas. Tanto tiempo acostada, se decía, dando sólo seis pasos seguidos de vez en cuando, de la cama al baño y del baño a la cama… ¿Y si me falla una rodilla? ¿Si caigo rodando por las escaleras y me rompo algún hueso? Pero sus piernas habían respondido perfectamente. Es lógico, pensó, cuando llegó al recibidor y vio que allí también lo habían cambiado todo, si a mí no me pasa nada…
–¡Aquí! –gritó al fin, y creía que su voz sería incapaz de elevarse sobre el volumen de un susurro, pero en eso también se equivocó–. ¡Estoy aquí, en la cocina!
Cuatro pares de piernas se precipitaron escaleras abajo para crear un efecto extraño, casi cómico, el ruido que habrían provocado los cascos de una reata de mulas de peldaño en peldaño. Después se hizo el silencio. Comprendió que tenían miedo de avanzar, de traspasar el umbral, de verla de pie, y por eso se puso en marcha, muy despacio.
Porque ella también tenía miedo, miedo de hablar, de contar la verdad, que no había podido soportar la soledad, la ausencia de su marido, que se había puesto enferma de verdad, pero de tristeza, de deseo de morirse, de no ver amanecer ningún día, nunca más. Eso era lo que había pasado, y que no tenía fuerzas ni ganas de levantarse de la cama, pero que hasta sin querer había seguido viviendo hasta que ellos le dieron un motivo para levantarse.
–Mamá… –cuando salió de la cocina, su hija se lanzó sobre ella con los ojos llenos de lágrimas y la abrazó con tanta fuerza que le hizo daño.
–¿Puedo pedirte un favor? –fue todo lo que ella consiguió decir a cambio–. ¿Puedes hacerme un café? No sé cómo funciona el trasto ese…
Después abrazó a los demás, los besó a todos, desayunaron juntos y hablaron.
–Me acosté porque no tenía fuerzas para levantarme –confesó al fin–, pero ahora os veo tan perdidos, tan angustiados, que me faltan fuerzas para seguir en la cama. No es más que eso. Y que la vida es muy rara, ¿no?
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