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ESCALERA INTERIOR
Columna
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Bigas, las moscas y la felicidad

Almudena Grandes
Mariana Eliano

Dejadlas en paz… En los únicos lugares del mundo donde se vive bien hay moscas.

Una mañana de verano, en una vieja masía admirablemente restaurada, a unos pocos kilómetros del mar, en la provincia de Tarragona. Bigas presidía la ceremonia del almuerzo, porque en su casa de La Riera se hacían a diario cinco comidas, como ordenan los dioses del Mediterráneo. Las moscas se arremolinaban sobre una fuente de pan con tomate, unas aceitunas del país y un fuet que se iba cortando al ritmo que fuera necesario, y cuando alguien intentaba espantarlas, él las protegía. Son un seguro de bienestar, de felicidad, decía, ¿o es que os gustaría más vivir en Escocia?

En el verano de 1989 alquilé un apartamento en Torredembarra para pasar un mes y medio cerca de Bigas Luna. En teoría, íbamos a escribir juntos el guion de la versión cinematográfica de mi primera novela, Las edades de Lulú. En la práctica, hicimos una amistad sólida, fecunda e inolvidable, mucho más importante para mí que aquel trabajo mediocre que apenas logré reconocer en el guion que se rodó.

Era un maestro de muchas cosas empeñado en seguir siendo aprendiz de casi todas”

–No, aquí no. Este es el patio donde se está bien por las mañanas. Ahora nos vamos a ir a la terraza de arriba, que es la mejor a estas horas.

Acatábamos la voluntad del sol cambiando de lugar, en vez de contrariarla con toldos o sombrillas, y hablábamos, y hablábamos, y volvíamos a hablar. De literatura, de cine, del arte, del amor, de los hijos –¡es tan importante tener hijos!, decía–, del dinero –también es importante tener dinero, llegar a un punto en el que no sabes exactamente cuánto tienes, a partir de entonces es cuando se vive bien–, de los procesos creativos, de la fama, del prestigio, de la vida, de la suya y de la mía, mientras dibujaba, uno por uno, los planos de la película y me explicaba por qué necesitaba verlo todo en su cabeza antes de contemplarlo por el ojo de la cámara.

En aquella época, yo era una escritora debutante de veintinueve años a la que todo le daba miedo, y él, un cineasta de cuarenta y tres que se negaba a estar de vuelta de ese mismo todo. Entonces me deslumbraba su aplomo, su conocimiento del mundo, la sabiduría que expresaba en consejos que no sólo no he olvidado, sino que han guiado mis pasos a lo largo de todo este tiempo. Ahora le recuerdo como un hombre extremadamente generoso, inteligente y bueno –también hablábamos mucho de eso, porque él defendía con ardor una íntima conexión entre la bondad y la inteligencia–, un artista total, pleno de curiosidad, de interés por el trabajo de los demás, al que ni entonces ni después le escuché una palabra de rencor, de envidia o de desprecio hacia nadie. Malévolas, muchas, casi todas espléndidas. Malvadas, ninguna, nunca jamás.

Enamorado de la vida, capaz de disfrutar por igual del sabor de un tomate que del menú más sofisticado, enamorado del arte, del cine, del vino, de la gente, Bigas reunía cualidades aparentemente antagónicas en un conjunto armonioso y único, él mismo. Era deliberadamente ingenuo y espontáneamente sabio al mismo tiempo, una inteligencia consciente que cultivaba a conciencia la inconsciencia, un maestro de muchas cosas empeñado en seguir siendo aprendiz de casi todas. Un hombre espléndido, uno de los mejores seres humanos con los que he tenido la suerte de tropezarme en mi vida, un ejemplo y un amigo de una pieza, con todo lo que eso implica.

Nos vimos con mucha frecuencia durante algunos años. Después, como dice el bolero, y como pasa tan a menudo en ese mundo raro que es el cine, la vida nos separó sin querer, pero nos seguimos queriendo a distancia. Tanto, que la noticia de su muerte no sólo me ha dolido. También me ha indignado, porque Bigas, que se ha ido a los sesenta y siete, merecía más que nadie morir dulcemente después de vivir cien años, pero sobre todo me ha desordenado por dentro. Ahora soy más consciente que nunca de todo lo que me enseñó, de lo que aprendí a su lado, de la deuda de gratitud que no podré pagarle jamás.

Bendigo en su nombre a las moscas que le estarán llorando, y al sol, que guardará luto por él en rincones distintos de su casa, por la mañana y por la tarde, y siento que La Riera, Barcelona, Cataluña, España, se han convertido en un solo paisaje gris, feo, aburrido, una extensión monótona de verdades sobadas y frases hechas, porque Bigas ya no está aquí para iluminarla.

En mi memoria, joven y enérgico, sabio y risueño, enamorado de la vida, de Celia, de sus hijas y del propio amor, pleno de luz vivirá para siempre.

Bendito sea.

www.almudenagrandes.com

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Sobre la firma

Almudena Grandes
Madrid 1960-2021. Escritora y columnista, publicó su primera novela en 1989. Desde entonces, mantuvo el contacto con los lectores a través de los libros y sus columnas de opinión. En 2018 recibió el Premio Nacional de Narrativa.

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