Alerta roja europea
El colapso de la solidaridad y la transferencia de soberanía enfrentan a la UE y sus ciudadanos
La enormidad de esta crisis obliga a reconocer que, pese a que Monnet dijera que “Europa se hace en las crisis”, no habíamos visto hasta ahora una crisis como esta. Cuatro años después de que la implosión en Estados Unidos de las hipotecas subprimecruzase el charco del Atlántico para ensañarse con la Unión Europea, una amplia opinión deplora la contumacia con que Europa persevera en la austeridad recesiva por más que no haya funcionado. Rayana en el suicidio, esta terapia ha empeorado la salud del paciente, y al excluir toda concesión contracíclica al crecimiento y al empleo, ha sumido a la UE en la peor depresión de toda su historia.
Lo cierto es que en esta crisis se han sumado muchas crisis: financiera, económica, social, política, de liderazgo y de legitimación del propio proyecto europeo. La coincidencia en el diagnóstico y recetas a aplicar se acaban en la exasperada constatación del fracaso de lo ensayado hasta hoy. Produce estupor e ira escuchar a los patrones del manejo de la crisis que el objetivo sigue siendo “tranquilizar” a los mercados y “recuperar su confianza”: no es posible “calmar” a quienes ganan dinero (que es su único motivo) por vivir del nerviosismo y por “desconfiar”.
Es clamorosa la conciencia de que por este camino no vamos a ninguna parte, salvo al desastre. Corregir la catastrófica hoja de ruta que está conduciendo a la UE hacia su despeñadero exige, seguramente, cambiar la correlación de fuerzas que avala esta trastornada agenda de prioridades con gran carga antisocial. Pero también resolver aquellas contradicciones que explican el estancamiento de la política europea en una neutralización diabólica de visiones incompatibles. Debemos romper cuanto antes el nudo gordiano de tres contraposiciones que hace tiempo que debieron disparar tres timbres de alerta roja sobre el futuro de Europa.
Una primera se refiere a la confrontación entre quienes creen que el euro podrá aguantar al margen de sus defectos congénitos (y que los países con mayores sufrimientos hagan más sacrificios o abran paso sometiéndose al pelotón de cabeza) y quienes creen que esta crisis ha puesto de manifiesto la irreflexiva pauta de adopción de una moneda única carente de un Banco Central que responda y de un Tesoro común que garantice liquidez a los Estados con préstamos de último recurso e intereses asequibles.
Muchos deploran la contumacia con la que en la UE se persevera en la austeridad recesiva
Una segunda se refiere a la contraposición entre quienes imponen una ideología que dice que quien padece problemas es culpable de sus males y se merece, por tanto, una penitencia infinita que ponga punto final a su prolongada “fiesta” de subsidio y sopaboba, y quienes protestan ante el colapso de la solidaridad en la UE y se niegan a aceptar la exaltación del darwinismo al grito de “sálvese quien pueda” y “reme cada cual por su cuenta” sin esperar piedad ni compasión de los demás.
Pero hay aún una tercera cuyos tintes más groseros claman al cielo hace mucho: quienes creen que la UE puede sobrevivir en un círculo de hierro autorreferencial de hombres de negro armados con un palo y sin ninguna zanahoria, trufado por los burócratas del BCE y los watchdogs del FMI, y quienes, con indignación, braman su oposición frente a la transferencia de soberanía a la que asisten, de forma nada subrepticia, y en la que los ciudadanos han sido sobreseídos por los llamados “mercados”.
Es clamorosa la conciencia de que por el camino de la austeridad no vamos a ninguna parte, salvo al desastre
Las tres visiones contrapuestas parecen maximizadas, incluso hasta el paroxismo, por la peripecia española en el manejo de esta crisis. En cuanto a la primera, los españoles entramos en esta agonía interminable de especulación contra el euro no solo sin ningún déficit, sino con tres años enteros de superávit de dos dígitos y con una deuda pública casi tres veces menor que la alemana o británica, y cuatro veces menor que la italiana o la belga. Ninguno de nuestros sacrificios —desigualmente exigidos— nos ha otorgado el ansiado “indulto” de “los mercados”: millones de progresistas dejaron de votar al PSOE (contribuyendo así a la mayoría absoluta de PP), en la (fallida) esperanza de que así, y solo así, los mismos dioses financieros que nos habían dado la espalda nos perdonarían la vida.
Con respecto a la segunda, la ola de los egoísmos contrarios a la cohesión estigmatiza por barrios a las autonomías a las que se señala como insostenible factor de demasía y despilfarro.
En cuanto a la tercera, millones de españoles pugnan por erguir la cabeza ante esos poderes fácticos que no responden ante nadie, pero que se han autoerigido como un constituyente frente al que nada pueden los peatones del pueblo, ni nada podrían siquiera los pretéritos gigantes de un constitucionalismo en proceso de extinción, como lo fue, entre los mejores, el fallecido Peces-Barba.
La amenaza que subyace a este tercer contraste traspasa, desde hace ya tiempo, el límite de lo soportable. Es la que más riesgo impone al futuro de la UE y hasta al de la democracia en los Estados miembros. La premisa en que se asienta podría sintetizarse así: del mismo modo en que la democracia responde a la necesidad de dar “voz” a los contribuyentes para responder del uso de los recursos que los poderes públicos obtienen de los impuestos (no taxation without representation), la más agresiva, hasta la fecha, de las ofensivas sufridas deriva ahora del divorcio respecto de los ciudadanos, cada vez más menospreciados, para maridar la política al carro de esos “mercados” a los que se ha exaltado como un becerro de oro, puesto que de ellos se obtienen los préstamos necesarios para no cerrar la tienda. Expuesta descarnadamente, esta señal de alerta roja debe ser acometida, si es que no estamos dispuestos a que, al socaire de esta crisis, el sistema democrático sufra a una transformación a la que no sobreviva.
Afrontar tan pavorosa pendiente de destrucción —no creativa— de los fundamentos cívicos, políticos y sociales sobre los que se ideó la UE, nos obliga a reencontrar una coincidencia esencial entre estos relatos contrapuestos.
Y si hay una remarcable, en medio de tanta zozobra, confusión y malestar, esa es la que nos dice que no hay tarea más imperiosa que la de recuperar sentido del medio plazo: hay que extender los calendarios de imposible cumplimiento para la estabilización de nuestras cuentas públicas; modificar el mandato del BCE para autorizar las intervenciones masivas que se prueben necesarias en la defensa del euro; e instituir de una vez un Tesoro capaz de emitir eurobonos, mutualizar las que hoy son deudas soberanas y relanzar la inversión, con apoyo del embrión proporcionado por el MEDE, los fondos de redención y la potencia de fuego del propio BCE y del infrautilizado BEI.
Ya sé que las manecillas del reloj corren su cuenta atrás al tiempo de los descuentos. Ya sé que la urgencia implora por “calmar” los mercados y aplacar las turbulencias causadas hasta la náusea por los sucesivos ataques especulativos. Pero no hay nada que hacer si alguno en el puente de mando —una vez más: ¡atención, Consejo Europeo, Comisión!, ¡si hay alguien ahí, que responda!— no grita “¡hasta aquí hemos llegado!”.
Con la misma contundencia con la que tantos ciudadanos expresan fatiga y hastío ante esta abyecta política que ha impuesto un empobrecimiento abrupto y sin contrapartidas a esa inmensa mayoría, las capas trabajadoras, que nada tuvieron que ver con el origen de ninguna de las crisis que se han sumado a esta crisis.
Juan F. López Aguilar es presidente de la Delegación Socialista española en el Parlamento Europeo.
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