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Santa Bárbara, el coronavirus y la investigación científica

Un grupo de científicos españoles lucha por conseguir una vacuna contra el COVID-19 a pesar de los graves recortes de los últimos diez años, que han dejado el sistema nacional de I+D al borde del colapso

Investigadores del CSIC trabajan en el laboratorio (archivo). / CSIC
Investigadores del CSIC trabajan en el laboratorio (archivo). / CSIC

España se encuentra, en este momento, ante una de las pruebas más duras que se pueden afrontar: una epidemia infecciosa que no solo pone en peligro las vidas de muchos ciudadanos, sino que nos ha metido, en un tiempo record, en un parón económico que intentaremos que no se convierta en una recesión duradera. Este virus de la familia de los SARS, surgido en China a finales de 2019, está afectando no solo a nuestro país, sino también a todos aquellos que nos rodean, lo que ha hecho que los vínculos de solidaridad europea se resientan por la tentación del “sálvese quien pueda”. Ello ha supuesto que, aunque recibamos cierto apoyo de nuestros vecinos, debamos afrontar el reto para salir de esta situación utilizando nuestros propios medios. Los sanitarios españoles están siendo nuestra primera línea de defensa y lo están haciendo con una gran profesionalidad, pero, no solo ellos; la coordinación y el funcionamiento de todos los sistemas esenciales para que este país funcione en una situación excepcional como la actual también están demostrando un nivel de eficiencia muy alto.

Con todo, además de asegurar el funcionamiento de los servicios necesarios en el del día a día, hay que establecer tratamientos efectivos a corto plazo e intentar obtener, a medio plazo, herramientas que frenen al virus causante de la enfermedad COVID-19. Esto requiere del trabajo efectivo de los científicos de todo el mundo y, desde luego, de los españoles. Cuando se desata una de estas epidemias —incluso en las menos graves que aparecieron hace una docena de años—, los científicos que nos dedicamos a la biomedicina nos convertimos en objetos codiciados de los medios de comunicación, que solicitan información y, en el fondo, unas palabras de esperanza para una situación que la sociedad no sabe cómo acabará. Por ello, conviene poner en contexto todo el trabajo que se está realizando desde los sistemas de investigación y salud de cada país, con especial atención a la situación española.

Desde hace semanas, la investigación clínica está probando tratamientos efectivos con diferentes fármacos ya aprobados para otros usos y que, por consiguiente, no necesitan aprobación sobre la seguridad de su uso, evitando los retrasos en el tratamiento de los enfermos. Esto se está haciendo en algunos de los mejores hospitales de nuestra red pública (Carlos Haya de Málaga, La Paz de Madrid, Clínico de Barcelona, Cruces de Bilbao, etc.).

Por otra parte, desde finales de enero, cuando se vio que la epidemia se movía a gran velocidad, los países más adelantados científicamente se pusieron en marcha —uniéndose a los científicos chinos que ya lo estaban haciendo— en una carrera para intentar conseguir una vacuna que pudiera combatir al virus y prevenir no sólo la pandemia actual, sino también las nuevas oleadas de infección que pudieran aparecer en el futuro. Para ello, a finales del mes de enero, tuvo lugar una reunión de coordinación en Ginebra, auspiciada por la Organización Mundial de la Salud con el apoyo de la Unión Europea, en la que se pusieron en marcha diecisiete proyectos para desarrollar una vacuna protectora. Uno de ellos está teniendo lugar en España, con un grupo dirigido por los profesores Luis Enjuanes e Isabel Sola, del Centro Nacional de Biotecnología del CSIC, expertos en estos virus de tipo SARS, sobre los que llevan trabajando más de veinte años.

En estos momentos, con gran rapidez, ya se ha anunciado la existencia de dos posibles vacunas. Una, desarrollada por el ejército chino, basada en una subunidad del virus, y otra, norteamericana, desarrollada por una empresa (Moderna) del complejo científico de Massachusetts, que utiliza los ARN mensajeros que utiliza el virus para modificar la maquinaria celular y ponerla a su servicio. Esta vacuna se probará en los Institutos Nacionales de Salud de Washington. Ambos equipos tienen que empezar las pruebas requeridas para toda vacuna, que se componen de cuatro fases, empezando por la destinada a la seguridad y a la respuesta del sistema inmune ante la vacuna, que se lleva a cabo en un pequeño grupo de personas, habitualmente voluntarios.

Posteriormente, la fase II confirma el alcance de la respuesta inmunológica obtenida en la fase inicial, se lleva acabo en un grupo mayor (300-400 personas) y mide seguridad, capacidad inmunogénica, dosis y modo de aplicación. La fase III se hace sobre un número importante de personas en riesgo de contraer la enfermedad (miles), y mide la eficacia y los posibles efectos adversos sobre la población general con grupos de control aleatorios. Por último, la fase IV corresponde a la solicitud de la licencia a las agencias sanitarias para comenzar con la distribución. En definitiva, todas las vacunas pueden tener un nivel de protección variable (p.ej., 60-80% de protección de la población frente a la enfermedad), pero la seguridad debe ser del 100% en todos los casos. No parece razonable, por tanto, que se pueda tener una vacuna segura y efectiva antes de doce o dieciocho meses, con suerte.

Los gobiernos de Madrid y Cataluña deberían pensárselo mejor antes de adelantar sus diagnósticos sobre la situación actual

Con respecto a la vacuna que desarrolla el grupo español mencionado, se está tratando de construir un virus que carezca de alguna de las proteínas esenciales que permiten al actual coronavirus entrar en la célula del huésped para infectarla, lo que sería muy efectivo, pues activaría el sistema inmune sin desatar una infección peligrosa, dejando “memoria” en el mismo. Además, como efecto “colateral”, podría dar lugar también a un tratamiento eficaz, no solo a la prevención. Esto no podría hacerse sin el conocimiento de los mecanismos biológicos del virus que han ido obteniendo a lo largo de los años mediante un trabajo de investigación básica realizado en otros virus similares, sin presión externa. Es preciso mencionar que este trabajo ha sido llevado a cabo a pesar de los terribles recortes que se han producido en España en los últimos diez años y que han dejado al sistema de I+D español al borde del colapso, como se ha analizado repetidamente en los informes sobre la ciencia y la tecnología de la Fundación Alternativas.

¿Qué se puede hacer? Lo que se está haciendo. Por una parte, probar posibles tratamientos que sean efectivos y, por otra, disminuir la tasa de contagio mediante las medidas de aislamiento. Hay que garantizar que el sistema sanitario siga funcionando, para tratar a la población enferma y seguir trabajando para conocer las bases de funcionamiento de este virus y de otros patógenos que surjan en el futuro (esta no va a ser la última crisis sanitaria que suframos), para estar preparados y poder reaccionar rápidamente.

No hay que acordarse de Santa Bárbara solo cuando truena: los sistemas sanitario y de investigación deben mantenerse en buen estado para que puedan funcionar adecuadamente y con soltura ante una crisis. A lo mejor tiene algo que ver que Alemania dedique a sanidad un 80% más de dinero por habitante que España en que ese país esté registrando un número muy inferior de fallecidos. Los gobiernos conservadores de las comunidades más afectadas, Madrid y Cataluña, deberían pensárselo mejor antes de adelantar sus diagnósticos sobre la situación actual, pues son los sectores de la sanidad y la ciencia —cuyos presupuestos han recortado repetidamente en estos últimos diez años— los que actúan como soporte básico en este tipo de crisis que, sin duda, se repetirán en el futuro.

* Vicente Larraga es coordinador del Informe de Ciencia y Tecnología de la Fundación Alternativas y director del Grupo de Parasitología Molecular del CSIC

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