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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Paisaje ante el G20

Aunque las reuniones de la cumbre suelen ser de palabras que se lleva el viento, a veces surgen como una oportunidad para lo más básico: comunicarse

Santiago Carbó Valverde
Sala de prensa del G20 en Fukuoka (Japón), a inicios de junio.
Sala de prensa del G20 en Fukuoka (Japón), a inicios de junio. E. Hoshiko (AP)

Aunque las reuniones del G20 suelen ser de palabras que se lleva el viento, a veces surgen circunstancialmente como una oportunidad para lo más básico: comunicarse. Como ahora, en un momento en el que Estados Unidos y China andan a la gresca comercial y tecnológica, la situación de Irán eleva el riesgo geoestratégico y el panorama financiero es delicado por excepcional. De hecho, en los mercados lo que más preocupa son los bonos que ofrecen rentabilidades negativas. Siguiendo la estela de la deuda del Tesoro estadounidense o el bund alemán, ya son 12,5 billones de dólares de deuda mundial que ofrece tipos de interés por debajo de cero. Es una vuelta a un terreno que se pretendía dejar de abonar pero al que ahora los bancos centrales echan y van a seguir lanzando toneladas de fertilizante.

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La escena financiera internacional es almodovariana, con los mercados al “bono” de un ataque de nervios. Ciclotimia incluida porque, por un lado, las bolsas han pedido a gritos el estímulo de los bancos centrales y, por otro, la gestión de la renta fija está creando un monstruo difícil de domar. Tanto el BCE como la Fed persiguen a la inflación y no dan con ella. Se plantean ahora incluso adoptar objetivos más de corto plazo para justificar estímulos más contundentes con la esperanza de que los precios vuelvan a subir como llevan ya años esperando que lo hagan. El problema es que, si la inflación vuelve, la rentabilidad de los bonos (en términos reales, descontados los precios) será aún más reducida. Y si ese mar se agita tal vez flote gran parte de la deuda pública pero la privada (que marca la sostenibilidad financiera de muchas empresas en todo el mundo) nadaría peor porque se considera de mayor riesgo.

En el G20 de esta semana en la ciudad japonesa de Osaka quizás no se lanzarán muchos mensajes que orienten las acciones de los bancos centrales —cuya independencia sigue sometida a presiones—, pero sí puede aportarse en direcciones positivas. La primera, reducir los riesgos políticos, las tensiones comerciales, las posibilidades de veto y los conflictos alrededor del petróleo. La segunda, recordar, para aquellos que quieran y puedan escuchar, que la política fiscal tiene que recuperar su papel. Al menos, allí donde la combinación déficit-deuda parece más sostenible.

Tal vez estemos ante la evidencia palpable de que se está pidiendo demasiado a los bancos centrales y esto les sitúa en una trampa sin salida. Por un lado, si dejan de lanzar estímulos, se nos cae el chiringuito a gran velocidad. Por otro lado, si se quedan como única opción, su papel puede ser cada vez menos efectivo y los efectos colaterales cada vez más negativos. De hecho, tal vez la inflación nunca vuelva en la medida deseable si no retorna también la política fiscal. En Estados Unidos es complicado por los bloqueos políticos pero en Europa lo es aún más, en un momento de incertidumbre política, con la representación de las instituciones europeas a medio construir y con el Brexit enloquecido.

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