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Los impuestos que el mundo necesita

La creciente inequidad a escala global y el declive del Estado de bienestar requieren un mayor compromiso en el pago de tributos

Luis Tinoco

"El sistema fiscal del mundo necesita una importante revisión”, admite Jesús Lizcano, presidente de Transparencia Internacional España. Vivimos una era donde un puñado de gigantes tecnológicos y sus dueños son más poderosos y ricos que naciones enteras. Tiempos de exuberancia para los paraísos fiscales (unos 50 territorios entre listas negras y grises), el secreto bancario, el fraude y la elusión fiscal de las grandes corporaciones. Gran parte del mundo occidental zigzaguea una crisis que se aloja en el alma del Estado de bienestar. La sostenibilidad de los sistemas públicos (pensiones, sanidad, educación) está atravesada por la fragilidad; el desempleo, en muchos países, es un drama y el universo de la robotización y la inteligencia artificial amenaza a los trabajadores. Y el alba despunta sombría.

El empleo será uno de los bienes más escasos de mundo y todo aquello que parecía tan sólido cederá. “A pesar de que el PIB está alcanzando el nivel más alto de su historia en muchas naciones, a la gente se le dice que la atención básica, esa misma que se daba por supuesta cuando las economías en general eran bastante más pequeñas, ya no estará disponible”, reflexiona Charles Enoch, director de Economía Política de los Mercados Financieros del St. Antony’s College de la Universidad de Oxford. El sistema tributario actual resulta incapaz de captar los recursos públicos que necesita el mundo. Las causas de este fracaso quizá se hallan en aquellas palabras del economista ­John Kenneth Galbraith (1908-2006) cuando advirtió sobre “la opulencia privada y la miseria pública”.

“La enorme complejidad de las operaciones globales de las multinacionales, junto a la voluntad de las big four [KPMG, PwC, ­Ernst & Young y Deloitte] de crear y vender estructuras que separan la tributación de las ganancias de los lugares donde de verdad se desarrolla la actividad de la compañía, ha llevado a una situación en la que incluso el Fondo Monetario Internacional (FMI) reconoce que las normas de la OCDE no sirven a su propósito”, observa Alex Cobham, director de Tax Justice Net­work, un grupo de activistas que denuncian los abusos del sistema impositivo internacional. Sus expertos han echado cuentas. La elusión fiscal de las multinacionales deja unas pérdidas de 500.000 millones de dólares al año en el planeta e ilumina las luces rojas. La Asociación Internacional de Abogados (IBA, por sus siglas en inglés), quizá la voz más importante de los juristas del mundo, califica estas añagazas tributarias como una vulneración de los derechos humanos.

De esto se habla cuando hoy se habla de impuestos. Incluso el diario Financial Times —trinchera inexpugnable del laissez faire, laissez passer fiscal— ha mostrado las fracturas del sistema. Un estudio reciente del periódico británico revela que las grandes multinacionales pagan muchos menos tributos ahora que antes del crash de 2008. En concreto, la tasa efectiva (la proporción de beneficios que esperan pagar) ha caído un 9% desde la crisis financiera. Un descenso que llega al 13% en las grandes firmas tecnológicas. “Necesitamos un nuevo paradigma que grave los impuestos empresariales y del capital de una forma más amplia”, defiende Jason Furman, expresidente del Consejo de Asesores Económicos de Barack Obama. “Con las políticas adecuadas podemos conseguirlo. Lo ideal sería que fueran negociadas y coordinadas entre los países. Pero si esto, como parece, resulta difícil, las naciones pueden diseñar sistemas que funcionen en sus propios territorios y que beneficien al resto del mundo”.

Pero antes de asumir esa derrota, que evidencia que Estados Unidos siempre ha tenido su propia agenda fiscal, la OCDE y el G20 quieren dar la batalla por una arquitectura más justa. Saben que será difícil y que tardará años. Sin embargo, el muro maestro de la contienda es el plan BEPS. Las siglas que utiliza la OCDE para perseguir la elusión y el traslado, “cuando no la desaparición”, puntualiza Susana Ruiz, responsable de Justicia Fiscal de Oxfam Intermón, de las bases imponibles de las empresas a territorios donde apenas se tributa y apenas se pregunta.

Toda esa ira la han despertado en los últimos meses las grandes compañías de la revolución digital, que han encontrado en multitud de territorios con una tributación ínfima (Luxemburgo, Irlanda, Bélgica, Holanda) su particular patio de recreo. El daño es profundo. Los países europeos perdieron 5.400 millones de euros entre 2013 y 2015 en impuestos de Google y Facebook, porque diluyeron sus beneficios a través de esas jurisdicciones. Y es que siempre parece haber un país dispuesto a ofrecer una mejor arcadia fiscal que la anterior. “Desde hace años existe una competencia a la baja en el impuesto de sociedades y es una dinámica muy intensa”, admite Roberto Scholtes, director de estrategia de UBS España. Pero pocas compañías como Amazon reflejan la perversión de esa pugna.

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En 1994, la empresa de Jeff Bezos, entonces solo un vendedor de libros online, buscaba sede para su negocio y la primera opción fue una reserva nativa americana. Estos territorios tienen generosas exenciones fiscales. Pero el Estado de California se opuso. Luego escogió Seattle (Washington). Bezos contó que la eligió porque tenía una población pequeña. En aquel tiempo únicamente aquellos minoristas con presencia física en un Estado pagaban impuestos. Además las ventas a otros territorios con mayor población no se gravaban. Desde entonces, la fiscalidad para Amazon es un regate continuo y con esa estrategia ha viajado durante décadas. De hecho, la implantó en 2003 en Luxemburgo. Un país que Tax Justice Network denomina “la Estrella de la Muerte del secreto financiero” y que ha convertido la competencia fiscal en política de Estado. Muchos de sus críticos sostienen que si Amazon se ha transformado en el mayor retailer del planeta es en parte porque ha arrinconado la fiscalidad hasta el borde de lo ético. Actualmente la compañía busca una segunda sede y ha dejado claro a las ciudades candidatas lo que espera de ellas: “Un ambiente acogedor y estable para los negocios y la estructura fiscal”.

Sociedad civilizada

Qué lejos quedan las palabras del jurista estadounidense Oliver Wendell Holmes (1841-1935) cuando en 1904 enseñó a una tierra que soñaba con ser un gran país que los “impuestos son el precio que pagamos por una sociedad civilizada”. Hoy lo que debería ser un mínimo ético y civilizado ha tenido que convertirse en legislación. La Comisión Europea presentó en marzo pasado una propuesta para gravar con un 3% a los grupos tecnológicos con una facturación global superior a 750 millones de euros y 50 millones en Europa. El Ejecutivo español planea recaudar 600 millones en 2018 y 1.500 durante 2019 para financiar “provisionalmente” la subida de las pensiones de este año (1,6%) y del próximo (1,5%).

Esa tasa Google lucha y pierde contra el tiempo. “Como pronto no estará vigente hasta 2020”, advierte José María Mollinedo, secretario general del Sindicato de Técnicos de Hacienda (Gestha), por la dificultad de encajarla y porque las compañías estadounidenses (los grandes señalados) tienen ejercicios que no corresponden con el año natural. Y tampoco lo van a poner fácil países como Irlanda o Luxemburgo, que se benefician del establecimiento en su territorio de las grandes plataformas digitales. Además la letra pequeña se escurre entre las frases. “Para reducir la doble imposición, y evitar que estas compañías litigasen, sus aportaciones se consideran un gasto deducible en el impuesto de sociedades”, aclara Mollinedo. Por lo que los 5.000 millones que plantea recaudar la Comisión en Europa tendrán un menor impacto.

De hecho, los técnicos calculan que si las multinacionales tecnológicas tributan de media ahora un 9,5%, gracias al nuevo recargo llegarán, como mucho, al 10%. Una tasa a años luz del 23% con el que se grava a las compañías de ladrillo y cemento. Pero ya sea con un porcentaje más alto o más bajo, casi nadie discute que los actuales tipos son inadmisibles. “Técnicamente el impuesto es discutible, porque no estamos acostumbrados a pensar en los términos que plantean los nuevos negocios digitales, pero también existe un interesante grado de justicia tributaria”, comenta Salvador Ruiz, profesor de Esade. Incluso Sundar Pichai, consejero delegado de Google, sostenía en Davos que estarían “felices” pagando más impuestos.

Esos tributos que se escapan impiden construir una sociedad más equitativa. Un trabajo de la Royal Society of Arts (RSA) sugiere que con las nuevas tasas que se podrían aplicar a Facebook, Amazon y Apple resulta posible dar a todos los ciudadanos británicos menores de 55 años una renta básica universal de 10.000 libras. ¿Una quimera? Suiza, por ejemplo, votó hace dos años en contra de ese soporte vital. “Cada vez que se propone una reforma que reparte la riqueza, la seguridad y las oportunidades, la objeción del statu quo es que se trata de una buena idea pero demasiado cara”, valora Anthony Painter, director del centro de investigación de la RSA. “Pero una vez que se ha visto el valor que tienen estas medidas en un economía incierta, el debate de cómo financiarla es un tema técnico antes que un sueño”.

Porque el relato sobre los impuestos es una discusión entre la justicia y la inequidad. Sin su mediación, los ricos serían más ricos y la desigualdad mayor. Este mundo partido en dos lo retrata un ensayo (The Role and Design of Net Wealth Taxes) de la OCDE. Los millonarios tienen más influencia, poder y pueden generar ingresos sin trabajar. “Una persona que se emplea por 20.000 euros al año y otra que recibe lo mismo pero invirtiendo están en posiciones diferentes”, censura el estudio. Y añade: “Un aspecto clave de la acumulación de riqueza es que se retroalimenta: la riqueza engendra riqueza”. Por eso el economista Thomas Piketty propone un impuesto global sobre el patrimonio que grave con un 5% o 10% a las fortunas superiores a 10 millones de euros.

Jorge Pérez escucha desde Miami ese razonamiento. Es uno de los hombres más ricos del planeta. La revista Forbes le calcula una fortuna de 3.000 millones de dólares. Pronto será bastante menos, pues se ha comprometido con Bill Gates y su programa La promesa de dar a donar la mitad a la beneficencia. Coleccionista de arte y uno de los mayores promotores de Estados Unidos, reconoce que “piensa mucho” en una idea: “¿Deberían los millonarios pagar más impuestos? La respuesta no resulta fácil”, admite. “Lo más razonable sería mayores tasas para los ricos y una mejor distribución, pero esto depende de los Gobiernos, que son ineficientes y muchas veces corruptos”.

Pero la sociedad exige gravar más a ese 1% que acumula el 82% de la riqueza de la Tierra. Es luz y es justicia. La fortuna de los dueños de Amazon, Apple o Facebook procede de la confianza de la sociedad en sus bienes y servicios, y no de la materia oscura del universo, y a ella debe regresar de forma proporcional. “Si Mark Zuckerberg, por ejemplo, tiene previsto ganar este año 4.000 millones de dólares, ¿es mejor que esté en el mismo rango que alguien que gana digamos 300.000 dólares o debería estar en un tipo del 90% y tener 3.600 millones para hospitales y escuelas?”, se cuestiona Charles Enoch, profesor en la Universidad de Oxford.

Gravar a los megarricos

“¿Y sería el propio Zuckerberg menos ‘feliz’ si solo aumenta su patrimonio en esa cantidad?”. Parece razonable, avanza Enoch, que alguien que gana más de 100 millones de dólares al año debería pagar al menos el 90%. Y dado el tamaño de la economía digital, se desmorona el argumento de que gravar a los superricos solo captaría una pequeña cantidad de dinero comparado con la dimensión de los flujos mundiales. Esas mismas palabras sirven para los impuestos de las grandes corporaciones. “Cualquier empresa que obtiene, pongamos, más de 10.000 millones de dólares debería pagar el 90% del exceso al Estado”, zanja el experto.

¿Y qué será de los trabajadores? ¿Cómo se defenderán de los nuevos horizontes de la inequidad? Los robots destruyen empleo. ¿Habría que gravarlos para compensar a las personas despedidas? “Un impuesto a los robots per se conduciría a una gran cantidad de disputas legales sobre si una maquinaria en concreto es un robot o no. Por lo que no parece una buena idea”, argumenta Frank Levy, economista del MIT. “Es mejor aumentar los gravámenes a las empresas, ya que la instalación de robots hará que los negocios resulten más rentables”.

Sin duda, hace falta otra arquitectura y nuevos arquitectos. El sistema debe ser más solidario y equitativo, tiene que gravar más aquellas actividades con mayores costes medioambientales y sociales para los ciudadanos y también —resume Jesús Lizcano— aquellos mundos especulativos que, como los derivados, los swaps o las divisas, generan excesivas ganancias para el escaso valor que aportan a la sociedad. Necesitamos tributos pegados a la tierra. “Qué ocurrirá cuando los coches autónomos dejen el contador a cero de las multas de tráfico. ¿Cómo se compensará esa recaudación? Es necesario evolucionar hacia nuevos impuestos”, propone Juan Ignacio de Arcos, profesor de la EOI. Nuevos y también antiguos. “Habría que volver a considerar la tasa Tobin [grava las transacciones financieras mundiales] como forma de generar recursos de bienes públicos globales y contribuir a la estabilidad financiera. Bajas tasas de ese impuesto pueden dar elevados ingresos”, sostiene Daniel Titelman, director de la División de Desarrollo Económico de la Cepal (Comisión Económica para América Latina y el Caribe).

Pero el interés por esa tasa aparece y desaparece como la canción del verano, y lo que queda es la injusticia. “La estructura del sistema fiscal español aumenta la desigualdad al desincentivar la creación de empleo”, analizan en BBVA Research. “En comparación con otros países de la Unión Europea, España muestra un mayor peso de las cotizaciones sociales frente a los impuestos indirectos [IVA, alcohol, tabaco], lo que encarece la contratación y limita la competitividad de la economía”. Los economistas del banco plantean una devaluación fiscal. Reducir las cotizaciones sociales y aumentar los impuestos indirectos. La econometría funciona sobre el papel. Una disminución de 2,3 puntos en las cotizaciones puede financiarse con un aumento de dos puntos en los tipos de los gravámenes indirectos. Esto aportaría 200.000 nuevos puestos de trabajo y un aumento de la riqueza a largo plazo del 0,7%. Sin embargo, esto no es nada comparado con paraísos fiscales que ocultan, según Gabriel Zucman, profesor de Economía en Berkeley (California), 8,7 billones de dólares. Apagar esa noche oscura de la insolidaridad sería el mejor tributo a la urgente revolución de los impuestos.

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Miguel Ángel García Vega
Lleva unos 25 años escribiendo en EL PAÍS, actualmente para Cultura, Negocios, El País Semanal, Retina, Suplementos Especiales e Ideas. Sus textos han sido republicados por La Nación (Argentina), La Tercera (Chile) o Le Monde (Francia). Ha recibido, entre otros, los premios AECOC, Accenture, Antonio Moreno Espejo (CNMV) y Ciudad de Badajoz.

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