El alma serena
El Mediterráneo está lleno de poetas naufragados y la mayoría ha zozobrado describiendo un atardecer. Aunque no soy poeta, voy a tratar de salvarme esta vez. En mis viajes literarios por la orilla de este mar, desde Argel hasta Estambul, en compañía del fotógrafo Paco Ontañón, cansado a veces de su obsesión por captar viejos desdentados jugando al tute en los casinos de pueblo, carniceros partiendo con un hacha media ternera, niñas de primera comunión y demás entierros, bodas y bautizos, le pedía que echara unas placas sobre un paisaje o una puesta de sol para completar el reportaje. Este fotógrafo era partidario del fragor de la existencia que se expresa en el rostro de la gente como el mejor mapa, pero ante mi insistencia me decía: "Tranquilo, que al atardecer te haré un alma se serena". Después de atravesar el caldo gordo de la vida, cuando el día ya estaba entre dos luces, plantaba el caballete con el objetivo apropiado para la exposición y esperaba también el momento de cazar un buen crepúsculo, cosa nada fácil, puesto que hay atardeceres sosos e inútiles y otros ensangrentados que disputan el esplendor a las glorias de Bernini, hasta el punto de que muchos pescadores del Mediterráneo abuchean o aplauden las puestas de sol como si fueran buenos o malos espectáculos.
Ver y escuchar el mar es otra cosa. el mar trabaja en todos los sentidos
Recuerdo que desde el monte de los Olivos se veía sobre el valle de Josafat toda la muralla de Jerusalén, la Puerta Dorada por donde entrarán los justos después del Juicio Final y la cúpula de la mezquita de Omar, todo color sangre bien cuajada. A mi lado había unas turistas panameñas de labios morados y pelo violeta, con collares de nueces. En ese momento de atardecer se oían las voces de los muecines llamando a la oración de la tarde desde los minaretes, un volteo de campanas cristianas y la más moderna y patética de las plegarias que salía de los alaridos de las ambulancias y de los furgones de la policía después de un atentado. En medio de aquella algarabía, mientras Ontañón preparaba la cámara, oí que una de aquellas ancianas panameñas, ante el magnífico espectáculo de la puesta de sol sobre la muralla, exclamó: ¡Qué bonita es Roma!
Murciélagos, vencejos y golondrinas son seres imprescindibles de un buen crepúsculo mediterráneo y para ello es necesario que haya muchos mosquitos. Existe también otro elemento esencial. La belleza de un atardecer es directamente proporcional a la cantidad de óxido de carbono que flota en el aire. Cuanta más contaminación, el oro del sol será más sólido y profundo al final del día. En la Cornisa de Alejandría se daban estos ingredientes, a los que había que añadir toda la historia sucedida en ese lugar, puesto que el pasado con todas sus ruinas, aunque sea menos consistente que un murciélago, está comprendido en el crepúsculo como un estado de ánimo.
En el álbum de fotografías de aquellos viajes literarios alrededor del Mediterráneo hay parejas de adolescentes captadas en sus primeros escarceos junto a los pretiles de la Cornisa de Alejandría o entre los setos del monte Licabeto sobre el panorama de la Acrópolis de Atenas o contra los plintos del templo de Poseidón en el cabo Sunion. También hay macarras de Nápoles con vaqueros a punto de estallar, tipos mafiosos con gafas negras en la barbacana de Siracusa, pequeñas barcas de pesca varadas en la luz de Matisse en el puerto de Colliure. Tenga la aurora dedos de rosa o sea el mar sangrante de color vino, probablemente Homero no ignoraba que la luz de calabaza, berenjena o melocotón de ambos crepúsculos es exactamente la misma. Algunas escenas románticas ante una puesta de sol están rodadas a las seis de la mañana en algunas películas.
Por mi parte he tratado de ver el rayo verde en muchos lugares del Mediterráneo, pero solo lo he descubierto dentro del gin-tonic cuando lo tomo en dos de mis lugares preferidos, en la terraza del hotel Voramar de Benicasim, donde está la imaginación de mi adolescencia, y el bareto Helios en Las Rotas de Denia, uno de los pocos lugares del Mediterráneo en los que el sol cuando quiere se pone por el mar sin estar uno borracho.
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