No a las prohibiciones
La propuesta de abolición de las corridas de toros es presentada en el Parlamento de Cataluña como corolario de un proyecto más general, que tendría marcado tono ecologista, apuntando a revitalizar el sentimiento de nuestra pertenencia a la naturaleza y la exigencia de proteger la biodiversidad. Tras estos argumentos abolicionistas es indudable que subyace un enorme problema filosófico y científico, en el que está en juego la concepción misma del hombre y de su lazo con las demás especies. Desde luego, una interpretación reduccionista del alto grado de homología genética que se da entre humanos y otros animales puede dar lugar a una revolución en el concepto que tenemos de comportamiento ético. Este no pasaría ya por la exigencia de no instrumentalizar a los seres de razón, de tratar al hombre como un fin y nunca como un medio, sino por la empatía con todos los seres susceptibles de sufrimiento, en cualquier caso con aquellos dotados de sistema nervioso central. Una de las organizaciones políticas que en este Parlament apoya la abolición dice en una resolución interna que "la tortura y los espectáculos crueles e inhumanos con los animales no pueden justificarse bajo la consigna de la tradición y la cultura". No podemos estar más de acuerdo.
Al defender la naturaleza como imperativo se desvaloriza al hombre
Ya hemos tenido ocasión de decir que si la corrida de toros transgrediera ciertos imperativos éticos universales e irrenunciables (cosa que sí hace, por ejemplo el que practica la vivisección sin anestesia de mamíferos superiores, o simplemente maltrata a su perro, confinándole en espacios dónde no puede realizar su naturaleza) sería simplemente obsceno pretender defenderla en base a argumentos de fidelidad a tradiciones. El problema reside precisamente en determinar si la tauromaquia infringe alguno de estos imperativos absolutos. Obviamente los taurinos lo niegan y hasta suelen manifestar su sorpresa de que pueda considerárseles enemigos del pensamiento ecológico, o de carecer de sensibilidad para con los animales. Los taurinos afirman que su contemplación del sacrificio del animal nada tiene que ver con una complacencia ante el sufrimiento. El sacrificio sería simplemente el precio por un rito de marcado peso simbólico y artístico. La compasión que debe regir nuestro comportamiento con los seres humanos y los animales de compañía, no puede sin embargo determinar en exclusiva nuestros principios éticos.
Los buenos sentimientos de los abolicionistas se reducen por desgracia a la siguiente máxima: ¡no provoquemos dolor! Si se trata de repudiar los comportamientos crueles, obviamente de acuerdo. Si se trata de mejorar las condiciones de vida de los bueyes y los pollos, más de acuerdo. Pero si se trata de "liberar" a los animales de todo tipo de dolor y, en consecuencia, de toda subordinación al hombre; si se trata hoy de prohibir la corrida de toros para mañana prohibir la pesca y la caza y hasta el consumo de carne (es decir prohibirlos exclusivamente a los hombres, no a las demás especies animales) entonces se hace evidente que la conciencia animalista no es una extensión de los valores humanistas, sino la negación de los mismos.
Este nuevo culto es peligroso. Cada vez que se ha erigido la defensa de la naturaleza en imperativo absoluto se ha desvalorizado al ser humano. Que los hombres inventen el animal cuando dejan de creer en Dios no es necesariamente una buena noticia.
Víctor Gómez Pin es catedrático de Filosofía de la Universidad Autónoma de Barcelona. Francis Wolff es catedrático de la Universid ad de París.
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