La traducción sin fin
No creo que ningún traductor quede absolutamente contento de su traducción. Uno quiere olvidar la traducción terminada, pero se ve condenado a recordarla cuando se le ocurren soluciones que no vio mientras estaba traduciendo. Se traduce lo ya traducido, no sólo porque las traducciones parezcan imperfectas, o envejezcan, y las palabras cambien con el tiempo, como las personas, sino porque las traducciones son parte esencial de la literatura de una lengua, y piden ser renovadas como las tradiciones y los lenguajes literarios.
Claudio Guillén, recordando a Ernst Robert Curtius, hablaba de la excitación ante autores extranjeros recién descubiertos: ese entusiasmo es, en los mejores casos, el motor de la traducción. Nuestros traductores sirven de puentes, en el sentido arquitectónico y en el de cables que establecen conexiones eléctricas o pinchan una línea telefónica, y a veces han sido víctimas de una impaciencia que los llevó a traducir del francés o el inglés obras japonesas, chinas, e incluso árabes. Las traducciones son determinantes en la construcción de una tradición literaria. De los italianos se tradujo aquí en el prerrenacimiento hasta el ritmo de la poesía. La literatura angloamericana del siglo XX afectó a la literatura contemporánea española a través casi siempre de traducciones hispanoamericanas.
Cesare Pavese y Madame de Stäel coincidían, casi a siglo y medio de distancia, al reconocer en la traducción un remedio contra los lugares comunes y las frases hechas en las que se acomoda una literatura. La vocación de traducir invita a la traducción sin fin, nunca felices con el estado en que uno encuentra su propia lengua, su propio mundo. Es un trabajo casi clandestino, por la resistencia editorial a poner el nombre del traductor en la cubierta de los libros, como si el traductor, en el fondo, fuera un agente secreto, un anónimo funcionario del espionaje entre naciones.
Justo Navarro es escritor y traductor
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