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Columna
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Sueños asesinos y porteño en crisis

Carlos Boyero

Me he esforzado por comprender las esencias de esa moda tan duradera en los festivales y entre los espíritus con inquietudes que encarna el cine del director coreano Kim Ki-duk. Reconozco su facilidad para crear personajes febriles y desesperados, con capacidad para vivir en el límite y afanes autodestructivos, su lirismo enloquecido, un estilo visual inmediatamente identificable, un romanticismo que siempre acaba inmerso en la violencia más destructiva o en el suicidio. Admito la originalidad de sus argumentos y de sus obsesiones, que su desgarro no es una pose y que sus excesos son genuinos, pero eso tampoco me sirve para apasionarme por sus inadaptados personajes, por sus surrealistas crónicas de amor y muerte. La única vez que me ha fascinado un poco fue en Time, la historia de una mujer que se convertía en otra mediante una operación para que a su pareja no conociera el declive de la pasión, para volver a enamorarle adoptando otra identidad.

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A estas desganadas alturas del festival, seguía anhelando que apareciera una película con efectos mágicos, pero tampoco lo consigue el coreano hipersensible y paroxístico con Sueño, película que me intriga durante los 10 primeros minutos, pero que se desliza impunemente hacia el disparate absoluto, con situaciones repetitivas y la habitual complacencia del autor en las automutilaciones de sus héroes. Ver a un pavo clavándose agujas en la cabeza o destrozándose los pies a martillazos en planos inacabables puede proporcionarle orgasmos a un sádico o a un masoquista, pero no es mi caso. La historia de un tipo abandonado por su novia que anticipa en sus sueños las dramáticas o violentas acciones que va a perpetrar en estado de sonambulismo una señora que ha dejado a su pareja, posee inicialmente clima y morbo pero se diluye ponto. A cambio, Kim Ki-duk y su tendencia al pasote gratuito se complacen en situaciones que pretenden ser volcánicas pero que están exclusivamente relacionadas con lo grotesco.

El nido vacío, dirigida por el argentino Daniel Burman describe con afán irónico la crisis de identidad, los miedos y el vacío de un intelectual platense, descolocado en su arte y en su matrimonio cuando sus tres hijos se han marchado de la casa familiar. Se supone que hay mucha mordacidad, sentido del humor y humanidad en el tragicómico retrato de este progresivo misántropo, pero yo no consigo establecer la menor empatía con el personaje ni con el actor que lo interpreta. Tampoco con su entorno. A excepción de esa señora intensa y sofisticada, sexy e inquietante llamada Cecilia Roth, actriz a la que siempre me agrada mirar y oír. Interpreta a la liberada esposa del escritor deprimido. Pero el protagonismo de éste es absoluto. Y me carga tanto que me desentiendo de sus frustraciones. Cuestión de piel, ya que una parte de la sala reía frecuentemente sus gracias. Qué buena disposición, qué respeto, qué calidez, qué exquisita educación, qué sentido de la hospitalidad la del público de este festival hacia casi todas las películas que exhibe la Sección Oficial. Es muy raro que no se escuchen aplausos al final de cada proyección. Lo que daría yo porque me gustara todo lo que veo.

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