La última elegancia
En los años cincuenta del siglo pasado, cuando Ibiza era sólo Ibiza y nada más, un paraíso barato para artistas y escritores bohemios, una noche Rafael Azcona volvía a casa en bicicleta bajo el cielo estrellado. Era joven. Sobrecogido, tal vez, por la armonía de las constelaciones, tuvo la tentación de mirar hacia lo alto. No encontró en los astros la respuesta a sus preguntas ni siquiera la mínima emoción que esperaba. El resultado fue que la rueda de la bicicleta dio contra una piedra y se pegó un batacazo. Una y no más, se dijo. Desde entonces, Azcona se propuso mirar siempre al suelo, que es donde realmente está la inmensidad de la vida, el bullicio, el desorden, las ranas saltando alrededor de la charca.
Era un lujo por el que se podía pagar entrada en taquilla
Estaba siempre a favor del placer, una disciplina típicamente italiana, que Rafael Azcona, dispuesto a sacudirse la caspa abrupta del franquismo y a pasarlo bien en la vida sobornando al destino, aprendió en sus años de Roma al lado de Marco Ferreri y de otros grandes directores de cine del momento, verdaderos cardenales laicos a la hora de la molicie, y tendrán que creerme si les digo que una sobremesa con Azcona era uno de esos lujos maravillosos y sencillos por el que se podía pagar una entrada en taquilla. Tenía la mejor receta de cocina: ninguna comida es pesada ni da acidez. Los pesados e indigestos son algunos comensales. Una sobremesa llena de ingenio, de imaginación y buen sentido, rodeado de amigos es siempre lo mejor para una digestión feliz aunque te hayas comido una rueda de tren. Regalaba el talento en el restaurante y también cruzando un paso de cebra porque era un creador a tiempo completo, imaginativo, divertido, superdotado para descubrir el lado inesperado y sorprendente del hecho fabuloso de estar vivo, pero al que había que desollar antes de que soltara un lugar común.
Y encima ha tenido la última ironía de morirse el segundo día de Resurrección, con discreción, sin molestar a nadie, saliendo al encuentro de sus amigos cuando ya era ceniza, dando la última lección de elegancia. "Ya está", fueron sus últimas palabras. Estoy tratando de ocultar los sentimientos. Azcona no los soportaba si eran consabidos, porque solo dan lugar a hagiografías. Fue mi amigo. Un don que me regaló desde aquel lejano día, cuando recién llegado a Madrid desde Valencia entré en el Café Comercial casi desierto una tarde caliginosa de septiembre, años sesenta, y lo descubrí durmiendo la siesta repantigado en un peluche con una servilleta en la cara. Rafael Azcona ya no está. Era un punto imprescindible donde uno apoyaba la palanca.
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