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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Bodegas al por mayor

Cuando éramos jóvenes y todo esto eran campos, la ciudad era de unas señoras con bata y unos señores repeinados, que almorzaban y cenaban con tintorro peleón, al que bajaban los humos a sifonazos. El vino, en aquellos remotos tiempos, sólo se bebía. Comúnmente en el patriarcal porrón. O transformado, entre hielo y fruta, en la traicionera sangría de cada verano. Aquéllas fueron décadas de comercios tan extravagantes como las carbonerías, los traperos, las tiendas de legumbres cocidas, las droguerías, los colmados de ultramarinos (qué bonito nombre) o las bodegas. Sitios donde te vendían desde una botella de leche hasta un paquete de pipas. Y en cuya barra, a golpe de quinto, los fijos se ventilaban unas croquetas caseras. No obstante, la parroquia sabía a lo que iba: a por un litro de vino a granel, tan ignorante que ni reserva tenía.

La mayoría de aquellas sedes del debate público se perdieron. Otras vieron sus barricas customizadas en simples objetos decorativos, convertidas en restaurantes o bares de moda. En el mejor de los casos, acabaron como minimercados regentados por inmigrantes. Pero alguno de aquellos comercios logró sobrevivir. Éste es el caso de un reducido club de bodegas donde -lejos de la provinciana afectación de las enotecas- aún se trata al cliente como a presunto vecino.

Vayan ustedes, si tienen la oportunidad, a lugares con la enjundia de la bodega Filomena, calle de Verdi arriba, y sus anchoas que quitan el hipo. Gràcia es uno de los pocos barrios que han conservado en pie muchos de sus viejos comercios. Desde la completa Verema i Collita, de Joanich, a Caieta, en la confluencia de Bruniquer con Joan Blanques. Pasando por Mallorquí, en Verdi; Can Dani, de Travessera de Gracia; Can Sabater, en Bonavista; Casas, en Providència, y la bodega Marín, en Milà i Fontanals, nombrada centro del universo por Víctor Nubla. Comercios de fusión, donde es difícil situar la frontera entre el colmado de básicos, la tasca y la tienda de licores. O todo a la vez. En una lista improvisada, entre las que han marcado el paladar de varias generaciones de barceloneses: la venerable bodega Maestrazgo, de Sant Pere més Baix; Mestres, en Tenor Masini; Alfonso, en Villarroel; el clásico Les Anxoves, de Major de Sarriá, y Montferry, en Dos de Maig. Locales con ese olor característico a rancio, a tinto de bota.

La bodega Magda, en la calle del Pintor Fortuny, quizá sea la más pequeña de su categoría. Una fachada de baldosas marrones, un sencillo escaparate de aluminio y cristal, sin letrero ni nombre alguno. Y dentro, apenas unos metros para la nevera, la barra, unas estanterías con botellas y unos toneles. Sin embargo, bajo su aparente sobriedad, aquí la gente aún se toma su tiempo para comprar. En plena vorágine turística -a tiro de adoquín de La Rambla- conserva el bouquet, la textura, la tonalidad justa de la tienda de la esquina. Identidad en estado puro.

Y hablando de identidades, una última y esperanzadora sugerencia: la bodega Armando, en el tramo central de la calle del Bisbe Laguardia. Hará unos años, esta tasquita con botas cambió de dueño. En ella se instaló Armando, un castizo ecuato-guineano que decidió limpiar paredes y seguir con el negocio, poniendo cañas, aceitunas y vino de barril. Cambió el dueño, pero no el ambiente ni la clientela, en un ejemplo -menos insólito de lo que parece- de integración mutua. Pásmense los antropólogos del mundo mundial y estudien cómo la inmigración -paradoja de las paradojas- puede devolvernos una parte de nosotros mismos. Y de paso, tómense unos berberechos, que están muy ricos.

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