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ESTILO DE VIDA

Nuevos horizontes

Toro, Jumilla, el Priorato catalán, el Bierzo. Nuevas zonas emergentes se unen a las tradicionales Rioja y Ribera del Duero en la elaboración de vinos de excelente calidad. La crítica se rinde a su encanto

Hace escasas semanas, Victoria Benavides y Mariví Pariente, propietarias de la firma bodeguera Dos Victorias, recibían en Pamplona el premio internacional Eva, en la modalidad Mujer del Vino, destinado a quienes han destacado por su labor de innovación gastronómica. El galardón, patrocinado por la Asociación de Empresarios de Navarra y el Gobierno Foral, era un reconocimiento a la creciente presencia de mujeres en un sector tradicionalmente dominado por hombres, pero también un toque de atención sobre la magnífica labor que están desarrollando en una de las zonas emergentes de la enología hispana: la denominación de origen Toro.

Precisamente Toro fue una de las demarcaciones señaladas por el célebre crítico norteamericano Robert Parker como llamadas a desbancar a las hegemónicas Rioja y Ribera del Duero. Para el comentarista de vinos más poderoso del planeta, Toro sería una de las referencias enológicas con mayor futuro del país, junto con Jumilla y el Priorato catalán. Se trata de tres antiguas zonas de producción que están viviendo una segunda juventud, y cuyos vinos inundan las páginas de publicaciones y guías. Algo similar a lo ocurrido en el Bierzo, esa hermosa y accidentada comarca del noroeste peninsular que hoy sorprende por la calidad de sus nuevos tintos, que se sitúan a años luz de aquellas elaboraciones de vinos jóvenes, honrados y con un punto de rusticidad, pero ajenos a los parámetros de calidad imperantes. Hoy, las mejores vinotecas y los restaurantes de moda prestan atención a las etiquetas surgidas en estos enclaves emergentes. Los tiempos en los que nuestros vinos se dividían en dos clases, los de Rioja para las fiestas y todos los demás, han quedado definitivamente atrás.

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Cálida frutosidad

Miguel Gil, uno de los más activos renovadores del vino de Jumilla, no lo dudó cuando le propusieron elaborar un vino exclusivo en sociedad con uno de los grupos bodegueros con mayor proyección internacional, formado por Víctor Rodríguez, periodista especialista en vinos; Javier Alen, abogado y dueño de la bodega orensana Viña Meín, y Jorge Ordóñez, el primer importador de vinos españoles en Estados Unidos. De esa alianza nació El Nido, un tinto de lujo, de escasa producción, calificado por Robert Parker con 96 puntos sobre 100 y en su mayoría destinado al mercado estadounidense. De alguna manera El Nido es la culminación del ambicioso proyecto de un puñado de bodegueros innovadores: el de enterrar la historia de unos vinos que se vendían a granel en camiones cisterna y reivindicar su lugar en el segmento de los vinos de calidad.

Éste fue el camino emprendido a mediados de los noventa por elaboradores jumillanos como Agapito Rico, cuyo tinto Carchelo pronto se convirtió en una referencia para nuevos consumidores; por Julia Roch e Hijos, cuyos Las Gravas y Pie Franco siguieron un camino parecido, o Casa de la Ermita, por citar sólo algunos de los más inquietos. La llegada de la moderna enología al cálido viñedo de Jumilla supuso, entre otras cosas, la demostración de que, más que un inconveniente, la abundancia de sol puede ser un factor favorable para la calidad. Por otra parte, la variedad de uva hegemónica en el viñedo levantino, la sufrida monastrell, pasó en poco tiempo de ser la base de un anodino negocio de contundentes vinos al por mayor, con frecuencia destinados a fortalecer caldos de otras latitudes menos soleadas, a constituirse en viga maestra de un sugestivo edificio enológico: tintos frutales y maduros, carnosos, francos y directos. A precios, además, sin competencia.

Si Jumilla juega la carta de los vinos jóvenes o de moderada crianza, de atractivo paladar y tarifa benévola, la denominación de origen Toro aporta vinos en los que se produce una rara mezcla de finura y opulencia. Tintos de claro talante atlántico, frescos al tiempo que aptos para largas crianzas, de una complejidad sin límites. El Duero se perfila como el gran río del vino en la península Ibérica. Desde su nacimiento en los picos de Urbión hasta su desembocadura en Oporto, el curso nos brinda tesoros enológicos como los refinados tintos de la Ribera del Duero, los chispeantes blancos de verdejo en Rueda, los legendarios oportos que maduran en los muelles de Vilanova de Gaia y, más recientemente, lo que algunos han calificado como uno de los fenómenos más interesantes de los últimos tiempos: el redescubrimiento de la antigua comarca vinícola de Toro.

Pocos rincones de la geografía han mostrado un poder de atracción semejante para los capitales del vino. Todo comenzó a gestarse a mediados de los noventa, cuando la vecina Ribera del Duero comenzaba a presentar síntomas de saturación. Mariano García, director técnico de Vega Sicilia por esas fechas, recibió el encargo de buscar nuevas vías de negocio para su compañía en las cercanas riberas del Duero, a su paso por la localidad zamorana. Tras unos primeros movimientos envueltos en la discreción más absoluta, en vísperas de la llegada del nuevo siglo la noticia corría como la pólvora en los corrillos del vino: Toro es la nueva tierra prometida. En este corto espacio de tiempo, la comarca ha pasado de tener el Gran Colegiata de Manuel Fariña -el hombre que siempre creyó en su tierra- como única marca reconocida a escala nacional, a situarse en el centro de las miradas. A ello ha contribuido, sin duda, el desembarco de propietarios famosos, como el actor francés Gérard Depardieu, o los reconocidos flying winemakers de origen bordelés Michel Rolland y Jacques Lurton, autores del Campo Elíseo, un tinto que ha recibido las bendiciones de la crítica.

Pero el principal termómetro para medir el éxito de Toro es la avalancha de inversiones procedentes de grandes grupos bodegueros españoles.

Desde la citada Vega Sicilia (su Pintia triunfa en las mesas de cata desde su aparición hace tres cosechas) hasta el mencionado Mariano García, propietario de Bodegas Mauro y elaborador de San Román, un vino toresano que se erigió en el modelo para los recién llegados a la comarca. Desde Marqués de Riscal, con casi 300 hectáreas de nueva plantación, hasta el coloso catalán Miguel Torres, los riojanos de Señorío de San Vicente (con Numanthia y Termanthia), o el potente grupo La Navarra, propietario de bodegas Villaester. Todo ello sin olvidar la decisiva labor de enólogos y pequeñas y prestigiosas bodegas como Telmo Rodríguez (Gago, Pago de la Jara), Bienvenida de Vinos (Sitio El Palo), Estancia Piedra (Paredinas, La Garona), Sobreño o Dos Victorias, cuyo tinto Elías Mora cuenta por cosechas las medallas en concursos nacionales e internacionales.

Mientras que los nuevos vinos de Jumilla y de Toro constituyen una realidad consolidada, los tintos de mencía de la comarca leonesa del Bierzo están protagonizando una de las historias más apasionantes del moderno vino hispano. Aunque aún es pronto, todo apunta a que estamos ante una de las joyas de la enología de todos los tiempos. Así debió de intuirlo el más cosmopolita de nuestros hombres del vino, Álvaro Palacios, quien, después de encabezar la resurrección del Priorato -un movimiento de bodegueros que hace tres lustros catapultó a la gloria a esta deprimida comarca vinícola catalana-, decidió establecerse en las vertiginosas pendientes del Bierzo, en compañía de su sobrino Ricardo Pérez Palacios, para volver a sorprender con una de sus más exclusivas y exquisitas creaciones: La Faraona, obtenido con uvas de viñedos centenarios cerca de Villafranca.

Los secretos del nuevo Bierzo no son otros que la vuelta a los antiguos sistemas de cultivo y cuidado de la viña, los bajos rendimientos, la abundancia de viñedos centenarios y crianzas muy medidas en barricas de roble. Esto explica la irrupción en los últimos tres o cuatro años de vinos de éxito fulgurante a cargo de jóvenes enólogos como Raúl Pérez (Tilenus y Valtuille), Amancio Fernández (Dominio de Tares), Bernardo Luna y Fernando García (Paisar) o Alfredo Marqués (Pittacum).

Si los años ochenta fueron para el vino hispano los de la llegada del acero inoxidable, convertido en icono de la modernidad, y los noventa los del despegue de la calidad y el reconocimiento internacional, la primera década del nuevo siglo está siendo el de la reivindicación de la personalidad de los vinos en un mundo con tendencia a la uniformidad y muy condicionado por los gustos estadounidenses, tal vez demasiado volcados hacia las omnipresentes variedades de uva de origen francés.

La tradicional hegemonía de Rioja, Ribera del Duero y Priorato en vinos tintos, y de los albariños de Rías Baixas y los verdejos de Rueda en blancos, está en entredicho. Zonas como Jumilla y el Bierzo, como Toro y el Somontano aragonés, aportan una bocanada de aire fresco, al tiempo que contribuyen a poner freno a la espiral de precios del vino. Aunque no lleguen a dejar atrás a los grandes, como vaticinaba el gurú americano, el consumidor sale ganando con nuevas referencias que ensanchan su horizonte de posibilidades. Una realidad a la que también contribuyen, aunque aún en un tono menor, comarcas como la vallisoletana de Cigales; la catalana de Montsant, donde oficia Sara Pérez, una de las enólogas más reconocidas del país; la Serranía de Ronda y la Axarquía malacitanas, sin olvidar los valles interiores de la Comunidad Valenciana, donde se trabaja desde la más rabiosa modernidad. El futuro del vino español está en buenas manos.

Celebridades en la bodega

Cada día son más numerosos los personajes célebres que aterrizan en el mundo del vino. Desde Francis Ford Coppola, quien confesaba no hace mucho que su bodega californiana le ayudó a conseguir la independencia económica que no había logrado en decenios como cineasta, hasta Greg Norman, Cliff Richard o Madonna. Uno de los ejemplos destacados es el actor Gérard Depardieu, de quien hace años que se conoce su vocación como bodeguero y viticultor. Su elección de Toro para el establecimiento de su primera bodega en territorio español ha supuesto un espaldarazo sin precedentes para esta vieja denominación de origen. Depardieu viene precedido por la fama de meticuloso elaborador en sus bodegas del Médoc (Château Gadet), Condrieu (norte del Ródano) y Loira, todas ellas en territorio francés. Su socio en la bodega de Toro, Bernard Magrez, es un conocido tiburón de las finanzas del vino y se sabe que ha estado pujando para comprar alguna de las grandes bodegas españolas. La primera entrega toresana del actor francés se llama Spiritus Sancti, un vino de la cosecha de 2004 que ha recibido una calurosa acogida de la crítica.

La venganza de las olvidadas

Uno de los mayores logros de la moderna enología hispana ha sido la puesta en valor de variedades de uva que, sin pena ni gloria, dormitaban arrinconadas en el viñedo. Es el caso de la mencía del Bierzo, una casta que produce vinos repletos de delicados matices florales y minerales que permanecían ocultos detrás de dudosas elaboraciones y rendimientos excesivos. Otro tanto puede decirse de la variedad monastrell, mayoritaria en Yecla, Jumilla y Alicante, que, cuando se cultiva con el debido mimo, proporciona, sola o en compañía de syrah, vinos golosos y de acusada personalidad aromática, sin nada que ver con los tintos alcohólicos derivados de las malas prácticas agrícolas. A la tinta de Toro, que no es más que una variante de la tempranillo, siempre se le había reprochado una rusticidad que situaba sus vinos por debajo de los obtenidos con la tinto fino de Ribera del Duero. Un tópico que las nuevas elaboraciones han dinamitado.

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