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De hacer honor a hacer desdén

Javier Marías

La atracción recíproca entre los políticos y los escritores siempre ha constituido para mí un misterio. Bueno, miento: que los primeros cortejen ocasionalmente a los segundos no resulta tan raro. A veces lo hacen para neutralizarlos (es difícil criticar a alguien que ha estado encantador con uno), otras para ponérselos como condecoraciones (si el autor goza de gran prestigio o le acaban de dar el Nobel, por ejemplo), otras para aparentar que son cultos y que tienen amigos civilizados (y puede darse que sea cierto, pero no a menudo). Lo que es un verdadero enigma es que tantos escritores acudan con presteza a las llamadas de los gobernantes y se crean sus bonitas y huecas palabras. Desde García Márquez y Saramago bailándole el agua a Fidel Castro, hasta el hoy manoseado Günter Grass arrimando el hombro, en su día, a la causa de Willy Brandt, la nómina presente y pasada es tan extensa que antes acabaríamos si mencionáramos sólo a quienes han procurado no mezclarse con dirigentes, ni para halagarlos ni para ser halagados por ellos. Por lo que yo he visto personalmente, en esas aproximaciones suelen primar dos elementos, la vanidad y la ingenuidad, y sólo en tercer lugar el provecho. Muchos escritores han creído con inocencia que podían influir en quienes mandan, sin darse cuenta de que lo que el intelectual le diga al poderoso, casi siempre le entra a éste por un oído y le sale por otro antes de que acabe la conversación entre ambos.

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Aleixandre, en el olvido

Uno de los autores que, sin ser grosero ni dado al desplante, jamás frecuentó esas altas esferas fue el poeta Vicente Aleixandre, a quien yo traté bastante entre 1971 y su muerte en 1984. Recuerdo que cuando le concedieron el Nobel, en 1977, le dio noventa patadas, si no las cien de la frase, que se presentaran corriendo en su casa algunos prebostes a felicitarlo y a hacerse unas fotos en su compañía insigne (entre ellos, si no me equivoco, el entonces Ministro de Cultura, Pío Cabanillas Gallas). Y quizá le dio muchas menos, pero alguna, la posterior presencia de los Reyes de España en su chaletito de la calle Velintonia. Don Juan Carlos le impuso en aquella visita la Cruz de la Orden de Carlos III, y declaró: "Es hora de hacer honor a nuestros poetas y a nuestros intelectuales". En una entrevista con el galardonado que reprodujo este diario, Aleixandre, al hablar de su casa natal en Sevilla, dijo: "Al parecer, el General Franco pasó al principio de la Guerra por Sevilla, y se quedó en esa casa, propiedad de una señora sevillana. Y hace unos años el Ayuntamiento puso una placa para recordar no el nacimiento mío, sino las breves estancias del General. 'Algún día desaparecerá esa lápida', me dicen en broma mis amigos, 'y pondrán una que te recuerde a ti'; yo no necesito lápidas, pero cuando paso por allí me fastidia, qué demonios … Después de todo, en esa casa nací yo".

Ignoro si a día de hoy existirá en Sevilla esa placa que le vaticinaban sus bienintencionados amigos, o si seguirá la de Franco, o si convivirán las dos, malamente. Lo que sí sé es que la "hora de hacer honor", según expresó el Rey, ya pasó en Madrid, y ha sido relevada por la de hacer desdén, o casi escarnio; porque la Asociación de Amigos del gran poeta lleva años suplicando que se rescate aquella casa de Velintonia por la que pasamos varias generaciones de escritores y en la que siempre encontramos palabras inteligentes y amables, y sobre todo enseñanzas. Entre 1995 y 2005 esa Asociación hizo más de una peregrinación institucional sin éxito, hasta que el año pasado convocó ante el chaletito una concentración de reivindicación y protesta, que obtuvo algo de eco durante unas semanas. Pero el Ayuntamiento de la capital rechazó en un pleno la iniciativa de adquirir la casa para convertirla en sede de una futura Fundación Vicente Aleixandre y en un centro de estudio de la poesía española del siglo XX. El Partido Popular (con mayoría en el Ayuntamiento) dijo que, si la compra se llevaba a efecto a partes iguales entre la Alcaldía, la Comunidad de Madrid y el Ministerio de Cultura, se daría vía libre al proyecto. Año y medio después no ha habido noticias de Gallardón, de Esperanza Aguirre ni de Carmen Calvo, a cuyas respectivas instituciones les sale el dinero por las orejas para megabelenes navideños clónicos y demás chorradas. Hace una semana la Asociación planeaba otra concentración, confío en que esta vez sea escuchada.

Aleixandre no sólo fue un extraordinario poeta y nuestro penúltimo Premio Nobel, sino también un hombre discreto y recto, contra el que casi nadie tuvo nada y sí mucho a favor la mayoría. Los políticos de 1977 se volcaron en zalemas, y hasta le cambiaron el nombre a su calle, en contra de su voluntad, para llamarla con el suyo. El Ministro de Cultura y los Reyes se molestaron en visitarlo, porque entonces, sin duda, les reportaba beneficio hacerlo, aparte de que sus sentimientos de admiración y respeto fueran sinceros, es lo más probable. Pero Aleixandre lleva muerto veintidós años y, a diferencia de su amigo Lorca, no dejó parientes celosos de su memoria ni combativos. Hoy ningún político tiene nada tangible que rascar en Velintonia, y así dejan que se pudra o se venda a particulares. Mientras esa inolvidable casa no se salve para la literatura, que el señor Gallardón y las señoras Aguirre y Calvo no se atrevan a pronunciar una palabra en favor de la cultura, porque será falsa, indefectiblemente, y no creída.

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