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GRANDES REPORTAJES

El instituto de Babel

574 alumnos de 41 nacionalidades convierten al Milà i Fontanals de Barcelona en uno de los institutos con más diversidad de nuestro país. Situado en el complejo barrio del Raval, sus profesores luchan a diario para que los alumnos puedan competir y no se conviertan en mano de obra barata y marginada

Jesús Rodríguez

Nada más llegar al instituto Milà i Fontanals, cuando suena el timbre que marca el final de clase y las pulidas escaleras de terrazo rojizo se tapizan con una avalancha de alumnos de todos los orígenes, razas y religiones, uno se queda deslumbrado ante el espectáculo. ¡Qué escenas! Un chino bromeando en catalán con un brasileño y un ecuatoriano. Una sobria magrebí con velo que cuchichea con una ecuatoriana de minúscula camiseta. Un grupo de paquistaníes en busca del rezo o de un partido de críquet (deporte que ha sustituido al fútbol en el instituto). Un español encaramado a los hombros de un fornido eslavo. Diversidad cultural en directo.

Impactante. La primera prueba ha sido llegar hasta aquí; atravesar las sombrías callejas del Raval, el mítico barrio chino de Barcelona: portador del estigma de la prostitución, la heroína y la mala vida. Viejo territorio comanche. Hoy renaciendo. En su mismo corazón se cruzan las puertas de un edificio gris y azul; severo ejemplar de la arquitectura del franquismo de los cincuenta, al que no hace mucho arrancaron de la fachada el águila preconstitucional. Planta grandiosa y estrechos interiores. Maravillosa luz natural y medios discretos. Un gimnasio de machacados aparatos de madera y cuero. Aulas del pasado. Todo bruñido y precario. Como ese esqueleto que mora en una vitrina del departamento de Ciencias Naturales. 60 profesores; 574 alumnos de 41 nacionalidades, el 80% de origen inmigrante. "Esto es el Babel Milà", define un joven búlgaro que desciende la escalera enlazado a su compañera mexicana. Estudian bachiller. Son pareja.

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Un oasis multicultural. El primer golpe de efecto. Pero a medida que pasan los días y esos rostros anónimos dejan de ser una gota perdida en la marea humana, y adquieren identidad y una historia que contar, se extrae otra conclusión: en el Milà es un error quedarse en el color de la piel de los alumnos, en los saris de las paquistaníes y los velos de las musulmanas, en el amplio abanico de acentos latinoamericanos. Es cierto, son 83 paquistaníes, 67 ecuatorianos, 30 marroquíes, 24 filipinos, 24 dominicanos, 20 chinos, 17 colombianos, 15 bangladesíes, 13 bolivianos, 9 chilenos, 8 rumanos, 7 indios, 6 brasileños. Hay moldavos, albaneses, argelinos, rusos y uzbecos. Conviviendo bajo el mismo techo. Algo que en España, un país con escasa experiencia en la integración de inmigrantes, aún sorprende. Pero el Milà no es una pecera repleta de ejemplares exóticos que contemplar con la nariz pegada a su cristal. Hay que ir más allá de la apariencia. Son, sobre todo, personas. Un centenar ya tiene pasaporte español. Españoles con rasgos orientales y que rezan a Alá. La avanzadilla del futuro. "Esto no es un gueto, es riqueza", explica Joana Mengual, la optimista catedrática de dibujo. "Aquí los alumnos aportan riqueza cultural y, al mismo tiempo, aprenden a vivir en un mundo diverso y plural, y eso les prepara mejor para la sociedad que se avecina que a los de carísimos colegios privados que nunca han tratado con alguien diferente a ellos".

Una muestra de los 500.000 chicos y chicas de origen extranjero que estudian en nuestro país. Diez veces más que hace 10 años. Y al alza. Más del 80% en la escuela pública. No siempre son bienvenidos en la concertada, aún monopolio de la Iglesia. A una manzana del Milà, las Escuelas Pías albergan un 10% de extranjeros. La obligatoriedad de la religión católica y el sobreprecio que hay que pagar suponen un freno para los inmigrantes. La mayoría acude a centros educativos estatales en los distritos más desfavorecidos de nuestro país. Barrios de aluvión migratorio. Como el Raval. Como el Milà.

Aquí, un puñado de profesores lucha por sacar adelante a alumnos que llegan a España sin conocer nuestra lengua, que nunca han asistido a una escuela, que jamás han convivido con personas del otro sexo. Lo consiguen a base de voluntad. Y de improvisación. No hay un método; la práctica. Inculcan conocimientos y también valores democráticos. Parten de menos cero. A veces superan el cinco. Un triunfo. No quieren que sus alumnos se conviertan en la mano de obra más barata de este país. "En este instituto, nunca hablamos de fracaso escolar", describe Carmen, profesora de literatura, 30 años en el Milà. "Si consigues que un chico sea respetuoso, alegre, abierto, participativo, no has fracasado".

Éste es el relato de una semana en el instituto Milà i Fontanals de Barcelona con las 640 personas que lo dan vida.

Lunes

Ramblas abajo hacia el puerto. Medio centenar de chicos y chicas entre 12 y 14 años abandonan a pie el Milà para una excursión en golondrina: las típicas barcazas turísticas de Barcelona. Les acompañan Mireia, Rubén, Teresa, Adolf, Simón, Miquel. Docentes de la nueva y vieja guardia. Los cincuentones que hicieron la transición mezclados con la generación que no conoció a Franco. Todos son pioneros en trabajar con inmigrantes. Han aprendido sobre la marcha. A los profesores jóvenes aún les sorprende el entusiasmo de los más viejos. "Es gente que trabajó en su día con alumnos muy buenos, y ahora están con lo más bajo de la sociedad y no se les caen los anillos. Es gente con vocación, y los alumnos tienen mucha suerte de estar aquí", describe Miquel, un joven ingeniero que un día apostó por la docencia. Y es feliz.

Elegantes paquistaníes vestidas con saris color pastel y revoltosos adolescentes sin nacionalidad definida. Una caribeña con rastas. Un magrebí pedigüeño. Su ropa es similar. Cómoda. Marcas baratas. Hay bromas y empellones entre marroquíes, dominicanos y catalanes. Correctos modales de los chinos con los ojos siempre muy abiertos. Contrabando de chucherías. La palabra más repetida es "¡profeeeee!".

La primera que aprenden. Muchos no saben ni el alfabeto cuando llegan a España; otros, sí, los latinoamericanos. Para todos, el Milà es su primer contacto fuera de su comunidad y su familia. "Lo superan todo, no hay como tener 13 años. Da gusto verles aprender. Es gratificante", dice Teresa. Lo confirma Adolf, profesor de gimnasia: "Son más respetuosos que los niños de clase acomodada. No hay violencia. No hay racismo. Te respetan y valoran. Es gente que nunca ha tenido nada. No te consideran un empleado de papá".

La caravana multicolor bordea Colón. Los turistas se quedan mirando. Disparan sus cámaras. Habla Rubén, profesor de acogida: "Ir andando supone sacarles del barrio, del gueto. Les muestra otra ciudad, otra realidad. Es abrirles al mundo. Sus madres nunca han salido del Raval. Y lo que es peor: nunca saldrán. Están aisladas. Deprimidas. Esta generación será distinta. Ya tenemos alguna paquistaní estudiando ingeniería, y marroquíes en medicina". Continúa Mireia, psicopedagoga: "Nuestro nivel será bajito, pero ganaríamos a cualquier colegio de Barcelona en respeto y tolerancia. Y en cualquier caso, que sean peluqueras o lampistas. Pero que no les pongan a trabajar a los 16 años".

Hoy, a las ocho de la mañana, ya estaba como un clavo en la puerta del instituto la directora, Roser Reynal. Controlando. Su auténtica obsesión cuando accedió a la dirección, hace un par de años. Quería, junto al equipo de profesores que apoyó su candidatura, resucitar el prestigio de un instituto que agonizaba desbordado por la inmigración. Lo está consiguiendo. "Estamos logrando alumnos competitivos, aunque hay que empezar a equilibrar el porcentaje de inmigrantes con la concertada". Reynal conoce a todos sus alumnos. No es la única. Los tutores tienen contacto habitual con cada familia. "Somos una gran familia".

"Me da miedo que usted pueda pensar que un centro de este tipo, con una inmensa mayoría de inmigrantes, es un caos. De ninguna manera. En el Milà, la disciplina es taxativa. Tolerancia, pero con rigor. Normas. Educar es combinar libertad y responsabilidad. Que los chicos y chicas sepan las consecuencias de sus actos. Si no, sería una locura dirigir un centro de estas características. Porque estamos abiertos a todos. No vetamos a nadie. Somos enseñanza pública, gratuita, laica, democrática, integradora; que busca la igualdad de sexos y la compensación de las desigualdades. Nuestra misión es que estos chicos estén en igualdad de condiciones con los que estudian en los jesuitas de Sarrià. Y hasta que eso no ocurra, no habrá integración ni igualdad de oportunidades. La verdadera igualdad viene a través de la formación".

Mientras desgrana su ideario, Roser Reynal recorre los soleados pasillos. A su paso concluyen las grescas de quinceañeros. Alerta a los infractores por su nombre. Se sabe la historia de cada uno. Detrás de cada alumno conflictivo suele haber una familia desestructurada. La jefa de estudios lo sabe bien. Las profesoras son mayoría. Y mandan. Mucho. Algo que los musulmanes al principio no aceptan. Y menos aún sus padres. "Cuestión de tiempo". Reynal llegó al Milà hace 26 años. Como toda una generación de profesores. Compañeros de viaje de la izquierda. Aún era aquel instituto prestigioso al que confiaba sus hijos la progresía acomodada catalana y las familias de la inmigración interior que aspiraban al ascenso social. Dirigido por viejos catedráticos. Con multitud de actividades. Recuerdan con nostalgia el dinamismo de los padres. La implicación del movimiento vecinal. A finales de los años ochenta, todo comenzaría a cambiar. A estos profesores les iba a tocar bandear los nuevos tiempos.

Martes

Bei Zeng es china, tiene 13 años y lleva menos de uno en España. En el Milà fue enviada directamente a un Aula de Acogida, una clase de 15 alumnos donde los extranjeros recién llegados aprenden un rudimento de nuestra lengua y valores. Un mecanismo que hace seis años no existía. "Antes cogías a cada nuevo alumno extranjero por separado y trabajabas con él lo que podías. Sin gran éxito". Por este modelo de aulas de integración pasaron el año pasado en Cataluña 4.000 alumnos.

Bei Zeng permaneció en acogida hasta que aprendió el suficiente español para incorporarse al curso que le correspondía por edad. Lo ha conseguido en pocos meses. Está en primero de ESO. Es una locomotora. Inquieta y aficionada a las matemáticas. Llegará adonde quiera, o adonde la dejen. Hoy, a media mañana, su grupo tiene dibujo con Joana Mengual. Una clase, como todas las del Milà, con menos de 20 alumnos. Como todas las del Milà, un crisol de razas. Aunque ya suponga una tarea difícil descubrir el origen de cada alumno. Pongamos, por ejemplo, Wajwa, esa niña que conjunta con coquetería su velo musulmán con el resto de su atuendo. Sorpresa: es española. ¿Y esa alumna rubia de atuendo a la última? Marroquí.

Quizá el mayor choque cultural de los alumnos y las alumnas (especialmente musulmanes) cuando llegan a España es comprender el papel que ocupa la mujer en nuestra sociedad. La igualdad. Algo por lo que se lucha en el Milà. "En su casa, dentro de su comunidad, la mujer puede tener un papel secundario, pero aquí todos somos iguales. Y las chicas sacan mejores notas", explica Mengual. "Es un primer paso. Incluso hemos logrado que estudien, en contra de la opinión de sus padres. Para ellos no es fácil. Algunas comunidades se enfrentan en este instituto a situaciones que hacen temblar los cimientos de su cultura. Hace unos meses, un grupo de sanitarios les explicó cómo utilizar el condón. Imagine la reacción de algunos padres…".

Otro profesor recuerda a un grupo de padres musulmanes que se mostró contrario a que sus hijas fuesen a una excursión del colegio junto a los chicos. "Decidimos que era obligatorio. Y vinieron. ¡Todas! Y la escena de las niñas haciendo tirolina con sari y velo no la cambio por nada".

"Es cierto, vienen con sari y velo, y piensan lo que piensan sus padres. Pero están viniendo a clase, y eso es lo importante. Si estudian, nada será lo mismo para ellas", explica José Velasco, profesor de inglés. "Muchas de estas chicas se enfrentarán a sus padres; como hizo la generación de españolas de los años sesenta y setenta. Y habrá una ruptura. Es inevitable. Se han escapado del control comunitario. Y esto es como con la religión: un ambiente secularizado, seculariza".

La confirmación de este discurso llega minutos más tarde. Durante un debate en una clase de segundo de ESO, Samrana, una paquistaní, envuelta en un sari azul, remacha su convencimiento de la igualdad entre hombres y mujeres. "¿Superior el hombre? Ésas son cosas antiguas".

La dirección del instituto, estricta en cuestión de atuendo y que ha vetado gorras, móviles y mp3 en las aulas, afirma que nunca se ha planteado regular el uso del velo: "Es un hecho cultural-religioso y no tenemos nada que opinar". Sin embargo, a veces surgen problemas en torno a él. Una profesora recuerda el día que prohibió a un grupo de dominicanos entrar en clase con gorras de béisbol y gafas de sol. "Uno se sublevó y me preguntó muy gallito por qué 'las moras' podían llevar velo y ellos no llevar gorra. Hubo insultos. No sabía qué hacer. Unos días después organicé una fiesta. Ellas se quitaron el velo y bailaron una sensual danza de la melena. Y ellos pusieron reaggeton. Lo pasaron de miedo. Y firmaron la paz".

Clase de literatura de segundo de bachiller. La última etapa antes de acceder a la universidad. En estos últimos cursos de secundaria se invierte la tendencia general: abundan los españoles y menudean los extranjeros. Sólo tres de cada diez inmigrantes acceden al bachillerato y los ciclos formativos. La mayoría comienza a trabajar a los 16 años. Y muchas chicas se quedan en casa. "Los padres temen que se corrompan".

Es apasionante asistir a las explicaciones de Francisco Puig, un clásico del Milà. En 45 minutos desgrana a García Márquez y Cervantes, a Lorca, Faulkner, Vargas Llosa y Cortázar. Repasa la novela contemporánea. Y relata el fracaso de los comunistas en Mayo del 68. Su exposición es de altísimo nivel. Aunque sus alumnos no paren de bostezar. Al final de la clase da su opinión: "Hay que exigirles, no se puede igualar a los alumnos a base de bajar el listón".

Francisco y su mujer, Teresa, que dirige la biblioteca, pertenecen a esa generación de profesores que se ha dejado la vida en estos suelos color ocre. Les tocó torear con la reforma de la Ley Orgánica General del Sistema Educativo. Alumnos más jóvenes y menos motivados. Conflictivos. Lo pasaron mal. En 1994 comenzaron a llegar inmigrantes. Eran árabes sin escolarizar. Y los prestigiosos docentes tuvieron que adaptarse a la nueva situación. Dar clase a chicos que no querían ir a clase. Que no conocían nuestro idioma. Y el porcentaje de extranjeros iba aumentando. Mientras, los españoles sacaban a sus hijos del centro. Decían que los inmigrantes rebajaban el nivel. Puro racismo. Aquellos comienzos fueron terribles. "Cada curso decíamos: a ver qué nos llega este año". Tuvieron que reinventarse. Abandonar su papel de educadores convencionales, que daban su clase y hasta el día siguiente, para implicarse; convertirse en educadores, más preocupados por las necesidades sociales de sus alumnos que por un resultado académico inmediato. Con el tiempo lo consiguieron. Ahora es el momento de pasar a la siguiente fase. A competir con los mejores colegios.

Miércoles

Cuando se pregunta a los chicos y chicas de un grupo de segundo de ESO cuál es su ídolo, la división por comunidades es radical. Para los paquistaníes, el actor Sharuk Khan; para los dominicanos, el jugador de la NBA Carmelo Anthony; para los ecuatorianos y colombianos, Shakira. Y así sucesivamente.

Detrás de estas respuestas inocentes se encuentra una orgullosa reivindicación de sus orígenes. Lo único que les queda. Algunos profesores recuerdan la proliferación de velos tras el 11-S. Y el comentario de un alumno tras los atentados del 11-M: "Hemos sido nosotros".

Para ellos, emigrar no ha sido fácil. No lo han elegido. Se han visto arrastrados. Arrancados de su ambiente. La marcha ha supuesto una ruptura y la llegada a un país que no comprenden. Que no les acepta. Que les cuelga el cartel de delincuentes. Y en el que son considerados extranjeros incluso cuando ya han conseguido el pasaporte español. "Queremos volver a nuestro país", es su respuesta generalizada.

"Una reacción muy corriente a los 13 años; luego, a partir de cuarto, ya tienen más vínculos afectivos en España y dividen su afecto entre aquí y allí. Después llegarán a un punto de no retorno", explica José Velasco, su profesor de inglés. "La tragedia es que les ocurra como a los magrebíes en Francia: que no se sienten ni de aquí, ni de allí. Pero si logramos que se sientan de aquí, será el primer paso para su integración".

Algo que no siempre ocurre. El año pasado, el instituto organizó una excursión a Francia. Muchos alumnos no pudieron ir. No tenían sus papeles en regla. No podían salir de España. Lo pasaron mal.

La denominada Aula Abierta es una de las apuestas del Milà para dar una respuesta personalizada a alumnos con necesidades educativas diferentes. Con problemas de seguimiento y atención. En el instituto ya hay dos clases de este tipo. Victoria está al frente de una. Proyecta en su discurso optimismo y determinación. Entusiasmo. Su estilo pedagógico es una mezcla de autoridad y ternura. Su clase es diferente: aislada, abierta, serena. Basada en la interacción y el diálogo. "Aquí todas las normas están pactadas. Buscamos su autonomía y autoestima. Trabajamos los contenidos de primero y segundo de ESO, pero con otro ritmo y otro método". Uno de sus alumnos, Luis, un dominicano que se define como "un Eto'o pobre", afirma que le gusta esta clase "porque se puede hablar con libertad y tranquilidad".

Son doce chicos y chicas. Trabajan a diario en torno a una mesa redonda. Se ven las caras. Hay marroquíes, bangladesíes, dominicanos y colombianos. Algunos proceden de familias desestructuradas, otros no han estudiado en su vida. Puede darse el caso de que alguno tenga un problema biológico. O sea conflictivo. Pero aquí son todos iguales. Combinan asignaturas. Cuidan las plantas de todo el instituto. Y estudian, por ejemplo, joyería, una materia a través de la cual aprenden geometría, historia, dibujo, arte y arquitectura. Cuando llegue el momento serán enviados a un aula normal.

"Conseguir esto ha sido una larga batalla", recuerda Victoria. "Cuando empecé, hace seis años, me dejaron sola en un cuchitril. Ahora tenemos este espacio, ordenadores; contamos con psicopedagogos y la total colaboración de los compañeros. Es un paso adelante".

¿Necesitan los inmigrantes un trato especial? Los expertos opinan que no, que es relativamente sencillo sacarles adelante. Una cuestión de medios. Que los problemas de lenguaje, nivel de conocimientos y diferencias culturales no son insalvables. Que la lengua se aprende, el retraso escolar se supera y, al poco tiempo de su llegada, sus costumbres no difieren de las de un chico español.

"Es cuestión de conocer la realidad de la que viene el niño, darle una educación personalizada, dedicarle tiempo y no humillarle", afirma Carmen. "Y poco más. Porque, en lo esencial, todas las personas somos iguales".

Tiempo y energía. Dedicación. Algo que le sobra a Josep Camprubí, profesor de ciencias naturales. Guarda como incunables los carteles que ha confeccionado durante años y que periódicamente cuelga en el vestíbulo del Milà. Son una mezcla de arte, información y divulgación. En ellos está explicado el sida a través de la muerte de Nureyev, y el peligro de las bandas juveniles con imágenes de La naranja mecánica. También están tratados visualmente los riesgos de conducir bajo los efectos del alcohol; la droga, el racismo, el fascismo. Es su particular manera de educar. "Todo está por hacer y todo es posible".

Jueves

Tampoco hay que equivocarse. El Milà no es el paraíso. Sólo hay que contemplar a los profesores sudando por hacerse entender en una clase de acogida, el derrotismo de algún docente, el agotamiento de los tutores que se llevan a casa los problemas de los chicos, el absentismo de muchos alumnos o la desierta asociación de padres, a cuya reunión sólo han acudido hoy tres de los 574 convocados. No tienen tiempo.

O asistir a una clase conflictiva. Por ejemplo, un grupo de primero de ESO. En pocos minutos se comprende la inmensa tensión a la que se ve sometido esta profesora de lengua. El total desinterés de sus 17 alumnos. Dos niñas magrebíes se comunican a voces de un lado al otro del aula en árabe, un dominicano se columpia en su silla, un español gracioso no para de interrumpir. Es imposible seguir las explicaciones. La profesora reparte castigos para todos. "Luego te quedas a copiar esto 50 veces". Ni por ésas. Abandona la clase agotada.

¿Perciben los docentes diferencias de aprendizaje entre unas nacionalidades y otras? Sí. Pero no las achacan a un hecho genético, sino educacional y ambiental. "Es cierto que los latinos llegan con un nivel más bajo", explica un profesor, "pero es que normalmente viene primero a España la madre y les deja solos en su país. Y les envía dinero. Y allí, con los abuelos, sin ninguna autoridad y con el bolsillo lleno, pasan del colegio y llegan aquí con muchos problemas. El caso de los paquistaníes y los chinos es distinto: viene toda la familia. Además, tienen un nivel más alto de inglés, matemáticas y geografía".

El bálsamo tras la accidentada clase de lengua la proporciona Meritxell y el grupo de la ESO del que es tutora, al que reta a un debate sobre el acoso en las aulas en el pequeño huerto del instituto: "Vamos a debatir como hacían los romanos, en este lugar tranquilo, con árboles y agua, que nos invite a reflexionar". De esta puesta en común saldrá que el chico más avasallador de la clase, un español, fue machacado por sus compañeros cuando llegó al instituto. Ahora él ondea la bandera del acoso.

Otro momento beatífico se vive en la galería de la planta baja, que un grupo de cuarto está decorando reproduciendo mosaicos de Gaudí. Dibujan en silencio. Cada uno frente al espacio de pared que tiene asignado. El trabajo de algunos es exquisito, como el de Shumaila, de Pakistán. Para la profesora de dibujo, "la cuestión no es que pinten, sino que sientan el instituto como algo propio; que lo cuiden, que estén orgullosos de él".

Viernes

Hoy no es Sant Jordi, pero se celebra Sant Jordi en el Milà. La fiesta grande del instituto. Musical y literaria. Con canciones, libros y rosas. La platea del destartalado teatro está repleta de alumnos. Las paquistaníes se han puesto sus mejores saris y joyas; las latinas, sus vaqueros más sugerentes.

El coro más multicultural de la historia ataca tonadas catalanas; el siguiente turno es para los flautistas, que destrozan el Himno a la alegría y Chiquitita. Después, una discreta orquestina. Salva, el joven profesor de música, se desgañita. Lo que importa es la voluntad. Y a sus alumnos les sobra.

Una imagen que poco tiene que ver con aquella que ofrecía un nodo de 1952, durante la inauguración del instituto. Misa. Uniformes. Togas y birretes. Y una frase restallante del ministro del ramo: "La enseñanza secundaria es la médula de nuestro sistema educativo".

Lo sigue siendo. Aunque los tiempos han cambiado. Rubén, un profesor de acogida, expone su concepción de lo que debe ser la educación en un instituto en el que el 80% de los alumnos es de origen inmigrante: "Lo importante no es obsesionarse por la integración, ése no es el camino; el camino es la educación multicultural. Integrarte supone amoldarte al sistema y olvidar tu cultura autóctona. Lo han intentado en Francia y ha sido un desastre. Lo importante es reconocer la diversidad, que es enriquecedora; que todos conozcan la cultura de todos y, a partir de ahí, construir un sistema educativo basado en la raíz común de los derechos humanos".

Unos minutos más tarde, todo el instituto posa en el patio ante la cámara de Joan Tomás. Con sus saris, sus velos, sus piercing y sus camisetas de fútbol y la NBA. Lo más importante son sus rostros. El Milà nos ofrece la mejor de sus sonrisas. Tras el disparo, el fotógrafo aplaude a los alumnos y profesores con los brazos en alto. Ellos estallan en una ovación. Es un momento irrepetible.

TRABAJO DIARIO. Algunos profesores destacan la mejor preparación de los alumnos de China y Pakistán. En la imagen, laboratorio de ciencias.
TRABAJO DIARIO. Algunos profesores destacan la mejor preparación de los alumnos de China y Pakistán. En la imagen, laboratorio de ciencias.JOAN TOMAS

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Sobre la firma

Jesús Rodríguez
Es reportero de El País desde 1988. Licenciado en Ciencias de la Información, se inició en prensa económica. Ha trabajado en zonas de conflicto como Bosnia, Afganistán, Irak, Pakistán, Libia, Líbano o Mali. Profesor de la Escuela de Periodismo de El País, autor de dos libros, ha recibido una decena de premios por su labor informativa.

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