Ni siquiera se dan cuenta
Las situaciones de conflicto que tienen peor arreglo, con amigos o con conocidos, son aquellas en las que llegamos pronto a una conclusión desesperante, y nos decimos del ofensor, o del grosero, o del abusón, o del iracundo, o del jeta: "Es que ni siquiera se da cuenta". Esos personajes tienen tan interiorizados su complejo de superioridad (más bien de inferioridad), o su mala educación, o su creencia de que todo les es debido, o su irascibilidad, o su propensión a exigir, que ni siquiera se dan cuenta de que han cometido un agravio. Así, el agraviado espera pacientemente una rectificación o unas disculpas, pero nunca las recibe, porque el otro está tan pagado de sí y se ve a sí mismo tan poco, que es incluso capaz de actuar como si nada hubiera ocurrido y de mosquearse si nota frialdad o una actitud esquiva en quien padeció su afrenta o su arrebato de cólera o sus imperdonables impertinencias. A éste se le ofrecen tres opciones: puede quejarse del exabrupto o desconsideración e intentar aclarar las cosas, pero si ya ha llegado a la conclusión mencionada, poco puede esperar de eso, pues lo más probable es que el ofensor se ofenda y en modo alguno admita su falta, y aun que la redoble en vez de dar explicaciones; la segunda posibilidad, y quizá la más frecuente, es aguantarse, dejarlo correr y fingir que no hubo agravio (esto sucede sobre todo cuando hay amistad o parentesco por medio), pero de esa solución tampoco es esperable nada, pues antes o después llevará a buen seguro a un nuevo episodio de lo mismo, y el contemporizador volverá a encontrarse en la encrucijada; la tercera, por último, es dar por imposible a quien ni siquiera se da cuenta, y apartarse de él rápidamente y para siempre.
"Son tan fatuos que ni se dan cuenta de sus burradas"
Todos nos hemos visto más de una vez en situaciones de este tipo, en la vida personal de cada uno. A menudo resulta delicado hacerle ver a quien no está nunca dispuesto a ver fallos propios; señalarle a alguien lo disparatado o erróneo o injusto de sus argumentos; afear una conducta de la que su responsable ni es consciente. Y uno calla y traga por prudencia, exponiéndose a más amargos sorbos, o bien se aleja. Estos comportamientos cautos, sin embargo, resultan peligrosísimos e inadmisibles en la vida pública, no digamos en la política. Cada vez que a un gobernante se le deja pasar una declaración brutal, o una ley estúpida, o una medida arbitraria, o una acción infame, o una nítida trampa, se le está desplegando una alfombra para las siguientes, que se producirán a no dudarlo. Sobre todo cuando dichos gobernantes ni siquiera se dan cuenta de su burrada, o de su atropello, o de su totalitarismo, o de su socavamiento de la democracia. Y en los últimos tiempos, y sin salir de Europa (los Estados Unidos de Bush Jr. son ya un caso perdido), hemos tenido, en diferentes países, actuaciones tan imbéciles, degradantes, despóticas, fraudulentas o directamente salvajes que lo que no se entiende es que quienes han incurrido en ellas no hayan caído fulminados por las opiniones públicas ni se hayan visto obligados a dimitir de sus cargos. Si nadie se lo dice (y los expulsa), ellos están tan ciegos y son tan fatuos que ni siquiera se dan cuenta de lo burros, avasalladores o antidemocráticos que resultan.
En Francia, para empezar, el Presidente Chirac declaró que le parecía lícito recurrir a la utilización de bombas nucleares contra países que fomentaran o ampararan el terrorismo, y que él estaría dispuesto a emplearlas. Tras semejantes criminales palabras, el hombre continúa en su puesto y se ha quedado tan ancho, como si no hubiera anunciado que vería justo cargarse a centenares de miles de personas inocentes -como si no hubieran existido una Hiroshima y un Nagasaki-, con tal de aniquilar a unos cuantos culpables si es que los aniquilaba, porque éstos suelen escapar de las "operaciones de castigo" contra ellos, que les caen en cambio a unos viandantes. Por su parte, en Italia se ha aprobado una ley que más o menos instaura la de la selva, al permitir a los ciudadanos portar armas y disparar, sin por ello sufrir consecuencias, contra cualquiera no ya que los esté atracando, sino que ellos juzguen que "amenaza" a sus personas o a sus bienes. Con esto tenemos un país demente en el que se prohíbe fumar, pero no meter cuatro tiros, en los espacios públicos. La ley, impulsada por los fascistoides separatistas de Bossi y su Liga Norte (esa gente tan apreciada por Carod-Rovira y los suyos, en la que se contemplan), ha contado con los votos del partido de Berlusconi, un maniático megalómano que jamás ha comprendido el funcionamiento de la democracia, y por los "postfascistas" de Fini (¿conciben ustedes un partido "postnazi" en Alemania?), todos los cuales ni siquiera se dan cuenta, parece, de la incitación que esa ley supone a los ajustes de cuentas "bajo pretexto", a la historia colectiva, a la paranoia homicida y al aumento inevitable de muertes violentas. Y sin embargo ahí siguen, Bossi, Berlusconi y Fini, al frente del enteramente lunático Gobierno de Italia.
(Continuará el próximo domingo)
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