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SERGIO PITOL, PREMIO CERVANTES 2005
Columna
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Viajar y escribir

Enrique Vila-Matas

Su gran amigo Monsiváis escribió de Sergio Pitol que "la inteligencia, el humor y la cólera han sido sus grandes consejeros". ¿La cólera? José Andrés Rojo le preguntaba por ella en una reciente entrevista de este periódico con motivo de la aparición de El mago de Viena en Pre-Textos y de Los mejores cuentos en Anagrama. "La cólera hacia la injusticia. No aguanto las injusticias", respondía Pitol. Le conozco desde hace más de treinta años y sé cómo reacciona ante hechos que le parecen injustos. Hasta en este aspecto de su carácter le admiro. Me preocupaba mucho que no acabara teniendo este año el Cervantes, pues su vida discreta (aunque viajera y sumamente excéntrica) de hombre de letras alejado de las intrigas del poder literario podía tal vez perjudicarle. Y eso habría sido una gran injusticia. Cuando oí que pronunciaban su nombre como ganador del premio -el nombre de mi oscuro hermano gemelo- me derrumbó la emoción, como si se hubiera quebrantado una injusticia de siglos.

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Pero en el fondo yo intuía que le esperaba el Cervantes este año a mi oscuro hermano gemelo. Ahora comprendo qué hacia yo este verano en Estocolmo jugando a celebrar el Premio Nobel que le habían dado a mi amigo. Todas las noches en el Gran Hotel de Estocolmo soñaba historias excéntricas. Un día, por ejemplo, soñé que Sergio Pitol se enteraba en su casa de Xalapa de que le habían concedido el Premio Nobel y decidía nombrar a Monsiváis en el discurso de entrega del premio. Otro día soñé en Anita Ekberg. Y al día siguiente seguí a Sergio Pitol en su viaje de Xalapa al Congo, donde él hacía sus primeras declaraciones a la prensa, muy cerca de la casa donde vivía Kurtz, el personaje de Conrad, el hombre del horror y del horror. El último día de estancia en Estocolmo soñé que mi amigo recibía el Nobel de manos del rey de Suecia y, tras tomar después caviar rojo en el restaurante del Gran Hotel, paraba un taxi y, entre grandes risas (todas las risas con él son memorables), se dirigía a Alcalá de Henares a recibir el Cervantes.

Desde que le conocí en Varsovia en 1973 y él me acercó a la gran literatura, le debo mucho a Pitol, mi oscuro hermano gemelo, y así lo he dicho en un reciente prólogo a la edición de sus mejores cuentos. Allí hablo de las sobremesas de Varsovia y de mi aprendizaje de lo literario. Viajar y escribir parecía el lema, la divisa de este escritor. Y lo era, lo es, lo ha sido siempre. A lo largo de la vida me lo he encontrado en los lugares más insospechados: fortuitos encuentros en lugares tan distintos como Asjabad, Veracruz, Caracas, París, Aix-en-Provence, Praga, Desvarié y Kabul.

Pero, aparte de viajar y escribir, la más alta lección de Sergio fue comunicarme su extraordinaria pasión por la cultura. Y hoy, cuando reviso aquellas conversaciones que teníamos en Varsovia, me doy cuenta de que las sobremesas en las que se conversaba de temas culturales eran algo muy natural para Sergio y no para mí, que venía de una oscura Barcelona, sumida en un mundo nada dialogante. En cambio, para Sergio, aquellas sobremesas eran normales. Desde joven se había acostumbrado a algo que yo no había tenido nunca (camaradería), se había habituado a las conversaciones sobre libros, por ejemplo. Parte de su juventud había transcurrido en tertulias en el café María Cristina de la ciudad de México con sus amigos Ponce y Elizondo, Melo y De la Colina, Monsiváis y José Emilio Pacheco, según el propio Pitol explica en el tercer tomo de sus Obras reunidas.

Para quien no conozca la obra de este importante autor, recomiendo sus cuentos (en Nocturno de Bujara, por ejemplo, roza la perfección), sus novelas (El desfile del amor, deslumbrante y sabio baile de máscaras; una fiesta de la inteligencia, del humor y -¿cómo no?- de la cólera) y sus ficciones abismales mezcladas con el ensayo, sus magistrales El arte de la fuga y El mago de Viena.

Pitol, en cualquier caso, descree de las recomendaciones, los decálogos y las recetas universales. ¿Y cómo, por mi parte, no estar de acuerdo plenamente con él? Para Pitol, la forma que llega a crear un escritor es el resultado de toda su vida: la infancia, toda clase de experiencias, los libros preferidos, la constante intuición. "Sería monstruoso", dice, "que todos los escritores obedecieran las reglas de un mismo decálogo o que siguieran el camino de un único maestro. Sería la parálisis, la putrefacción". ¿Y cómo, por mi parte, no estar de acuerdo plenamente con él? No es partidario del discurso único. Del mismo modo que entiende la literatura como una república de las letras con muchos monarcas destronados. Me parece el maestro perfecto.

Hasta sabe inyectarle humor al hecho de serlo, de ser mi maestro. Cuando yo finalmente confesé su magisterio en entrevista con Raquel Garzón para este periódico, se produjo, eso sí, un posterior tira y afloja entre Pitol y yo, su cordial alumno. Y es que, por algún motivo que se me escapaba, parecía él preferir seguir instalado en esa gran falacia que era creer que el maestro no era él, sino yo. Finalmente, un día -fue en el Palacio de Bellas Artes de Ciudad de México- se plegó a la verdad. El único maestro era él.

Tras una conferencia mía, se había programado en el Palacio un almuerzo al que debían asistir, por rigurosa invitación, el director del centro y las familias de Juan Villoro y Álvaro Enrigue, los dos amigos que habían participado en la presentación del acto. La llegada no anunciada e inesperada de Sergio (que había viajado en coche desde Veracruz) hizo que automáticamente él quedara invitado a esa comida. Había otras personas que querían participar también en ella. Un amigo escritor muy obcecado en lograr quedarse con nosotros y sentarse a nuestra mesa, por ejemplo. Escuché de refilón el diálogo y larga discusión que Sergio mantuvo con ese buen amigo que insistía e insistía en que si Sergio estaba invitado al almuerzo, él también podía estarlo, porque también era amigo mío. Pitol le enumeró muchos motivos por los que no podía quedarse. Que estaba cerrada ya completamente la invitación oficial, por ejemplo. Ninguna de las explicaciones satisfacía al escritor obcecado.

-Pero dime exactamente por qué tú puedes quedarte con nuestro amigo y en cambio yo no, dame una explicación que sea convincente, con una sola me bastará, créeme, pero tiene que ser convincente -insistió el escritor obcecado.

-Te la voy a dar, es muy sencilla -dijo Sergio.

Hizo una pausa y luego dijo, muy concluyente:

-Porque soy su maestro.

Sergio Pitol.
Sergio Pitol.BERNARDO PÉREZ

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