La reina sanguinaria
María Tudor (1516-1558) protagonizó una de las épocas más sangrientas de la historia inglesa. Martillo de herejes, restauró el catolicismo en su reino, persiguió con saña a los protestantes, llenó la Torre de Londres de prisioneros y ajustició a centenares de seguidores de Calvino. Era tal el clima de terror y fanatismo que sus súbditos la bautizaron con el nombre de 'Bloody Mary'.
María Tudor o Bloody Mary (María la Sanguinaria), reina de Inglaterra, nació en 1516. Era hija de Catalina, que a su vez lo era de los Reyes Católicos, y del célebre Enrique VIII. Éste, en 1533, logró que el arzobispo de Canterbury, Thomas Cranmer, dictase el divorcio de su matrimonio, lo que precipitó la ruptura con Roma y la creación de la Iglesia anglicana al año siguiente. Obviamente, la separación de sus padres supuso la pérdida de su condición de heredera, así como presiones cada vez más fuertes por parte de la corte para que renunciase a su catolicismo y reconociese que el matrimonio de sus progenitores había sido contrario a la ley de Dios. De esta manera, su juventud la pasó recluida bajo un estado permanente de vigilancia y amenaza, defendiendo la memoria de su madre y mientras su catolicismo se convertía en el clavo ardiendo al que se aferraba en medio de un ambiente cada vez más hereje y hostil hacia su persona. Sólo las simpatías de aquellos sectores de la aristocracia inglesa que por diversos motivos eran reacios a la implantación del protestantismo, junto al miedo a una reacción de su primo el poderoso Carlos V, la salvó, casi con toda seguridad, de una eliminación física que en más de una ocasión llegaron a urdir sus enemigos.
Ordenó torturar y ejecutar a canónigos, obispos y herejes
Frustrada y sola, veía conspiradores por todos lados
Cuando en 1547 murió Enrique VIII, la corona recayó en su hijo y hermanastro de María, Eduardo VI, bajo cuyo mandato se fue extendiendo aún más el protestantismo, lo que se concretó, por ejemplo, en numerosas destrucciones de imágenes y otras medidas represivas sobre los católicos que le valieron al joven rey una efusiva felicitación de Calvino. A lo largo de este reinado, María siguió en su reclusión dorada, durante la que padeció diversas enfermedades que se acabaron volviendo crónicas. Aunque desposeída del título de Princesa de Gales, ocupaba el segundo puesto en la línea sucesoria, cosa que había logrado tres años antes tras reconciliarse con su padre gracias, en parte, a la intercesión de una de sus esposas, Jane Seymour, que había sido dama de compañía de Catalina. Cuando en 1553 Eduardo VI murió a causa de la tuberculosis sin dejar descendencia, a María se le abrió el acceso al trono aunque para ello tuvo que hacer frente a una conspiración del partido protestante, a la que venció gracias, en parte, al apoyo popular de los ciudadanos de Londres.
Ahora, por fin, a los 37 años ya era reina y sentía que había llegado la hora de volver a poner las cosas en su sitio, lo que no era otra cosa que restaurar el catolicismo. Para empezar no vaciló en hacer ejecutar al jefe de los conspiradores protestantes, el duque de Northumberland, junto a dos de sus cómplices. A los pocos días restableció la misa en latín, apartó de su función a los sacerdotes casados, y los obispos católicos fueron repuestos en sus sedes, mientras los protestantes eran depuestos, yendo a parar varios de ellos a prisión. Entre ellos, Cranmer, que fue internado en la Torre de Londres acusado de haber participado en la conspiración.
Pero María sabía que si quería tener éxito en la reimplantación del catolicismo tenía que casarse urgentemente y lograr descendencia, frustrando así los planes de sus enemigos. Sólo de esta manera apartaría definitivamente a su hermanastra Isabel, protestante y siguiente en la línea sucesoria, del trono. Pero la tarea no era sencilla. María, ya entrada en años, había perdido su juventud y la belleza que, según algunos, había poseído anteriormente. Al parecer se le habían caído casi todos sus dientes a causa de su intensa afición a los dulces, aunque, sin duda, poseía otros atractivos, como una exquisita cultura y una indudable personalidad forjada en las adversidades sufridas.
Tan sólo un mes después de su coronación, María aceptó la propuesta de Carlos V de casarse con su hijo Felipe, 11 años menor que ella y viudo desde hacía poco. Sin duda, su poderoso primo era un buen partido, joven, guapo y, sobre todo, un perfecto apoyo en su empeño de defender el trono de las ambiciones protestantes. Todo esto coincidía con los intereses del emperador, que aspiraba a unir bajo una misma corona los territorios de Flandes, Borgoña e Inglaterra, defendiendo así mejor sus posesiones continentales de las ambiciones francesas. Por su parte, el joven Felipe no tenía ningún interés en el matrimonio, pero lo aceptó como una orden de su padre y como una necesaria misión de Estado: la de engendrar un heredero para las coronas de Flandes e Inglaterra.
Obviamente, los sectores protestantes se opusieron firmemente al enlace, alentados y apoyados por los agentes franceses que veían con espanto el matrimonio. Sobre todo temían al español aquellos nobles que se habían enriquecido con la expropiación de los bienes eclesiásticos. Pero las nuevas intentonas de expulsar a María del trono fracasaron, y varios de estos nobles, entre ellos el duque de Suffolk, acabaron en el patíbulo de la siniestra Torre de Londres, lo cual, sin duda, terminó por convencer al Parlamento inglés de que aprobase el matrimonio. De todas formas, las capitulaciones matrimoniales fueron muy estrictas y establecieron, entre otras disposiciones, que en caso de muerte de María sin descendencia, su marido no conservaría ningún derecho sobre el trono. Mientras se producían estas negociaciones, la reina pidió un retrato de su futuro esposo. Le llevaron uno firmado por Tiziano y cuentan que nada más verlo se enamoró de Felipe.
Por fin, en julio de 1554 se produjo la boda. Pocas semanas antes, la reina tuvo que volver a sofocar otra rebelión de protestantes que no estaban dispuestos a permitir el matrimonio con el "Demonio del Mediodía", como así llamaban al príncipe español, ordenando ejecutar a todos sus cabecillas. Para ella era cada vez más evidente que mientras existiese la herejía en Inglaterra nunca estaría segura en el trono. Por su parte, el novio, consciente de su papel de Estado y del avispero en el que se metía, se esforzó en agradar a los ingleses, por lo que llevó un millón de ducados en metálico para regalar, bebió cerveza negra, participó en un torneo que dio con sus huesos en el suelo y hasta aprendió a farfullar alguna que otra frase en inglés, cosa que agradó mucho a los británicos. A su mujer le regaló unas magníficas piedras preciosas que lució el día del enlace. A ella se la veía feliz y cuentan las crónicas que, tras la boda, ambos cónyuges se dedicaron con todo el interés posible a la búsqueda del ansiado heredero.
En noviembre de 1554 se restauraba oficialmente el catolicismo y se volvía a la obediencia romana, cosa que el Parlamento de Inglaterra ratificaba en enero del año siguiente. Simultáneamente, y para tranquilizar a la nobleza, se aseguraba que no se reclamarían las tierras expropiadas a la Iglesia católica y que sólo se devolverían los bienes que habían ido a parar a manos de la corona. Pero María, sintiéndose reforzada por su matrimonio, quizá movida por la venganza, y decidida a defender el trono, se dedicó con ahínco a perseguir a los protestantes, y tras lograr que el Parlamento reinstaurase las leyes contra la herejía en diciembre de ese año, se lanzó a la tarea purificadora.
Los primeros arrestos se produjeron en enero de 1555. El primer ejecutado fue, el 4 de febrero, el canónigo John Rogers, un sacerdote casado, por no retractarse. Le siguió John Hooper, obispo de Gloucester, que años antes no se había privado de decir a quien quisiera escucharle que todo sacerdote católico debía ser ahogado; pero a él no le ahogaron, fue quemado vivo al mes siguiente delante de su propia catedral. Seguidamente se ajustició, entre otros, al arzobispo de Canterbury, Thomas Cranmer, ejemplo de converso y fanático en cualquier situación, que años atrás, como perfecto católico, no había dudado en mandar a la hoguera a aquellos que negasen el dogma de la transustanciación, y después, como protestante, a quien la defendiese. Posteriormente también fueron sentenciados los obispos de Worcester y Londres, Hugh Latimer y Nicholas Ridley, respectivamente, por negarse a retractarse de sus creencias a pesar de ser torturados, así como John Philpot, archidiácono de Westminster. Por supuesto, varios miles más fueron encarcelados por posesión de escritos heréticos, y todos aquellos que mostraban compasión o condolencia por los ejecutados eran arrestados.
Curiosamente, su marido, el príncipe Felipe, en contraste con lo que años más tarde ya como rey acabaría haciendo en Flandes y España, procuró aplacar la dureza de la persecución. Envió mensajes a través de su confesor a los obispos católicos en los que aconsejaba benevolencia y tolerancia. Su objetivo era ganarse la simpatía de sus nuevos súbditos, fuesen católicos o protestantes, por lo que no le convenía nada un excesivo rigor represivo. De todas sus gestiones, una tuvo especial importancia: logró que su esposa pusiese en libertad a su cuñada Isabel, que estaba encerrada en la Torre de Londres acusada de conspiración. Meses más tarde, nuevos ruegos suyos volvieron a ser decisivos para que su mujer no la volviese a encarcelar o para que la apartase de la vía sucesoria. Y es que, a pesar del fundado recelo que sentía por su hermana, María era incapaz de negarse a cualquier petición que le hacía su marido, por quien sentía un amor ciego. ¡Quién diría al futuro Felipe II que posiblemente había salvado la vida y el trono a una mujer que con el tiempo se acabaría convirtiendo en una de sus más encarnizadas enemigas!
Ciertamente, la dureza de la reina contra los protestantes no se comprende sin valorar su enorme frustración por no quedarse embarazada. Convirtiendo sus deseos en realidades, la desgraciada María llegó a pensar que lo estaba: no tenía menstruación, mostraba el vientre hinchado, sufría mareos y malestar general y aseguraba sentir los movimientos del feto. Incluso se llegó a señalar que el ansiado heredero nacería en abril de 1555. Estaba tan convencida de ello, que pasaba horas y horas sentada en el suelo, con las rodillas bien apretadas para acelerar el parto, mientras hacía que su hermanastra Isabel tricotase ropita para el futuro bebé. Pero llegó la fecha del alumbramiento y el vientre de la reina se deshinchó. Algún fanático católico, como el obispo Bonner de Londres, atribuyó el chasco a un castigo divino por no ser más contundente con los protestantes, por lo que María reaccionó incrementando la persecución. Durante años se ha pensado que padeció embarazos psicológicos debidos a una presunta naturaleza histérica, pero hoy sabemos la verdadera causa: un enorme tumor en los ovarios que estaba acabando lenta y dolorosamente con su vida. Mientras tanto, su marido, desengañado por la falta de herederos y cansado de un matrimonio de pura conveniencia, se fue apartando cada vez más de ella refugiándose en los brazos de jóvenes cortesanas. Así, con la excusa de las abdicaciones del emperador, viajó a Flandes en agosto de 1555. Ello no hizo más que incrementar el desespero y la tristeza de una mujer cada vez más sola: su marido no correspondía a su amor, el hijo que tanto anhelaba no llegaba y se sentía rodeada de herejes conspiradores.
Cuando, tras más de un año de ausencia, Felipe, ya rey de España, volvió a su lado en marzo de 1557, lo hizo únicamente para pedirle hombres y dinero en su guerra contra Francia. María lo esperaba emocionada en el muelle de Greenwich, maquillada con esmero y luciendo un traje que estrenaba para la ocasión. Al contrario que su marido, ella creía todavía en la posibilidad de engendrar un hijo, por lo que se volvió a entregar con entusiasmo a las labores de procreación.
Tras cuatro meses de estancia, y conseguida la ayuda inglesa, Felipe II regresó a Flandes para dirigir la guerra contra Francia. Su mujer, hecha un mar de lágrimas, le despidió entre besos y abrazos haciéndole prometer un pronto regreso. De aquella escena desgarradora nació una canción popular inglesa que dice: "Gentle Prince of Spain / Come, oh, come again ".
Nunca más volvieron a verse. Pero, por desesperación o locura, pocas semanas después envió emisarios a su marido asegurando que estaba embarazada. Felipe II no se lo creyó y envió al duque de Feria para verificarlo. Éste desmintió el rumor explicando que se debía a que la reina estaba cada vez más triste y enferma. Sólo hacía que rezar por el hijo que nunca habría de venir y por la salud de su marido, al que enviaba diarias cartas de amor, a las que él contestaba con frases frías y protocolarias. Así, mes a mes, sin salir casi de sus aposentos, María se fue consumiendo progresivamente. Sólo el láudano le ayudaba a calmar los dolores del cuerpo y del alma, mientras no hacía más que llevar la mirada al retrato de su amado que estaba junto a su lecho. El disgusto por la pérdida de Calais a manos de los franceses, la última plaza que le quedaba a Inglaterra en el continente, agravó aún más su enfermedad. Sólo pareció mejorar cuando, semanas antes de su muerte, Felipe II envió a su confesor para asegurarse que nombraba a su hermana Isabel como heredera, pues el rey de España veía a su cuñada como un mal menor e incluso barajaba la posibilidad de casarse con ella. La pobre María pensaba que tras el sacerdote llegaría su esposo y esto la reanimó por unos días hasta que, desengañada, volvió a derrumbarse. Así, en noviembre de 1558, con 42 años, expiró.
Desde enero de 1555 hasta poco antes de su muerte había llevado a la hoguera a 283 protestantes, de los cuales 51 fueron mujeres, aparte de otros muchos que murieron en prisión. Otros miles tuvieron que exiliarse y aunque en un principio la reina no les molestó, su progresiva radicalización le llevó a enviar espías al extranjero para asesinar a aquellos disidentes más destacados. Pero, si bien altos prelados pagaron con su vida, ningún noble fue ejecutado. Es más, la mayor parte de las víctimas fueron gentes sencillas que se habían entregado con entusiasmo, o fanatismo, a la nueva fe, por lo que la persecución despertó una profunda solidaridad hacia los afectados. La crueldad de la represión junto con la pérdida de Calais había desprestigiado a María e hizo que, tras su muerte, el andamiaje católico que levantó se derrumbase en poco tiempo. Inglaterra nunca más fue católica, pero tal fue la huella de horror que dejó la persecución religiosa que había acometido en sólo cuatro años que, cuando tras su muerte comenzó otra de signo contrario, las ejecuciones de católicos fueron relativamente escasas. Así, bajo mandato protestante, desde 1535, incluyendo el reinado de Enrique VIII, hasta 1679, fueron ajusticiadas por motivos religiosos 316 personas, un número proporcionalmente escaso en comparación con los ejecutados por Bloody Mary, apelativo con el que pronto pasó a la historia, pero que hoy sirve, sobre todo, para referirnos al delicioso cóctel cuya base principal es el zumo de tomate.
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