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El rastro de las dictaduras

Los argentinos recordaron el mes pasado la sublevación militar que, encabezada por el general Eduardo Lonardi, derrocó a Perón en septiembre de 1955. El golpe, que algunos definen como revolución libertadora, una muestra del derecho a la resistencia a la opresión, no llevó a Argentina la paz social, sino más intolerancia y más presencia del intervencionismo del Ejército. A partir de entonces, los militares nunca dejaron de presionar a los gobiernos civiles, establecieron dictaduras en 1966 y 1976, y el peronismo, lejos de perder fuerza, se consagró como el movimiento político y social más poderoso.

Aquel golpe, que dejó un buen saldo de muerte y brutalidad, no fue nada comparado con lo que sucedió entre 1976 y 1983. Han pasado más de veinte años y la sociedad argentina, dividida y enfrentada a una crisis económica de calado, no puede quitarse de encima aquella pesadilla. La nulidad de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final ha revitalizado el debate en torno a la dictadura y sobre cómo debe gestionar ese pasado de tortura y muerte el actual Estado democrático.

Varios son los caminos señalados por la Comisión Provincial por la Memoria, presidida por Adolfo Pérez Esquivel y Hugo Omar Cañón, para consolidar y cerrar esa política de gestión de la memoria histórica. En primer lugar, el Estado debe recopilar y preservar todos los objetos, documentos y testimonios del periodo dictatorial. Todo eso, por otro lado, tiene que difundirse y ponerse a disposición de investigadores e instituciones interesadas. Y hay que enseñar, además, esa historia reciente y transmitir a las generaciones más jóvenes valores de democracia y tolerancia. Archivos, museos y educación: ésos son los tres ejes básicos de las políticas públicas de la memoria.

No ha sido poco lo conseguido en Argentina. En diciembre de 2003, el Gobierno decretó la creación del Archivo Nacional de la Memoria, dependiente de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación. Es un archivo dedicado al tema de la violación de los derechos humanos, presidido por Eduardo Luis Duhalde. Y no sólo con el objeto de examinar el periodo comprendido entre 1976 y 1983, sino para mantener viva la historia contemporánea, registrar el desafuero y reparar a las víctimas de todas las violaciones de los derechos humanos. El edificio elegido para el archivo está también cargado de significado: la antigua Escuela de Mecánica de la Armada (Esma), un lugar de represión, transformado ahora en centro de la memoria.

Los argentinos tienen otro lugar excepcional para no olvidar jamás: el Archivo de la Dirección de Inteligencia de la Policía de la Provincia de Buenos Aires (DIPBA), situado en La Plata, el único archivo sistemático de la represión que se conoce hasta ahora en ese país latinoamericano. El archivo es un viaje a la persecución política e ideológica de hombres y mujeres llevada a cabo por fuerzas militares, gubernamentales y paramilitares, durante medio siglo, en nombre de la patria. En el año 2000 fue cedido por ley a la Comisión Provincial por la Memoria y desde entonces un notable equipo interdisciplinario de investigadores trabaja en la tarea de catalogación, conservación y digitalización de documentos.

Produce un poco de sonrojo que en un país como España, con más años de democracia, muchos más medios y con universidades centenarias, apenas se haya avanzado en esa dirección. A muchos historiadores que investigan con rigor los crímenes del franquismo se les acusa de parcialidad y se les recuerda el terror rojo y hasta el Gulag soviético, como si la función del análisis histórico fuera equilibrar las manifestaciones de barbarismo. Se discute sobre si conviene o no devolver los fondos del Archivo de Salamanca a la Generalitat de Cataluña, pero apenas se hace algo por preservar de verdad los documentos, testimonios y el material fotográfico y audiovisual. Y cuando se habla de compensar y retribuir a las víctimas, a las víctimas de los dos bandos, se nos dice, aparece una y otra vez la sombra del franquismo, que convirtió el golpe de Estado sangriento de julio de 1936, origen de la Guerra Civil, en un acto legítimo contra la República, el único régimen legítimo de verdad que había entonces en España.

La dictadura de Franco impidió durante mucho tiempo confrontar el pasado, que para los vencedores de la Guerra Civil era sólo uno, el de las glorias nacionales y el de los crímenes de los rojos. Treinta años después de la muerte del dictador, demostrada hasta la saciedad la justicia cruel, inclemente y organizada que administró a todos sus oponentes hasta el final, se vuelve a insistir en que los que lucharon en el bando de los vencedores también necesitan compensación por lo que les hicieron los rojos durante la guerra.

Así seguimos, aunque la mayoría de los historiadores ya han dejado claros los hechos sociales y políticos que constituyeron la justificación y el soporte del terror de Estado que impuso el franquismo a la sociedad española. No se trata sólo de las víctimas mortales de la guerra y de la larga dictadura que la siguió, sino del terror cotidiano que afectaba a todos quienes habían defendido a la República; a sus organizaciones políticas; al movimiento obrero; al movimiento estudiantil; a los nacionalismos vasco, catalán y gallego; a las instituciones culturales, y a la sociedad civil en general. Eso fue el franquismo. Y lo que hay que hacer es documentar y difundir el horror que generó y contribuir a la difusión y al aprendizaje de los derechos humanos. Para ello, y al menos en el tema de la reparación a las víctimas y en el de la construcción de la memoria colectiva, no hace falta repartir culpas. Los estudios más serios y rigurosos sobre la República, la Guerra Civil y la dictadura ya han expuesto sus conclusiones. El Gobierno puede, si quiere, abrir ese debate a la sociedad. Las decisiones tomadas en Argentina en políticas públicas de memoria y de educación le pueden orientar sobre los posibles caminos.

Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza.

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