Arañar el tiempo
"Con la turbación con que se pronuncia un sortilegio, Juan Senra, profesor de chelo, dijo sí y, sin saberlo, salvó momentáneamente su vida". Así comienza 'El idioma de los muertos', tercero de los cuatro relatos de Los girasoles ciegos, que cuenta cómo un soldado republicano consigue una y otra vez aplazar la condena a muerte que, sin ninguna duda, le va a imponer un tribunal militar franquista. Primero dice que sí, que conoció a Miguel Eymar, hijo del angustiado coronel que preside el tribunal; después proporciona unos cuantos datos convincentes acerca del paso de Eymar por la cárcel de Porlier; más tarde da rienda suelta a su imaginación y atribuye a Eymar una grandeza que, al menos en los últimos días de su vida, estaba lejos de poseer... La historia de Senra, que se sirve de la fabulación para arañar tiempo al tiempo, remite a la de Sherezade: es la historia de la literatura que, día tras día, consigue derrotar a la muerte.
Por desgracia, la literatura no sirvió al autor de ese memorable relato para triunfar sobre la muerte, y se diría que, en lugar de postergarla, la convocó. Cuando apareció Los girasoles ciegos, la única información que yo tenía sobre Alberto Méndez era la que proporcionaba el texto de la solapa: había nacido en Madrid en 1941, había estudiado Filosofía y Letras, aquél era su primer libro. Enseguida empezaron a llegarme comentarios elogiosos sobre él, y quienes me hacían esos comentarios eran siempre lectores de gustos afines a los míos. Pero por aquellas fechas no encontré el momento de leer el libro, y un día, de repente, una nota en la sección de necrológicas de este periódico me sorprendió con la noticia de la muerte de Méndez. Entonces sí que leí Los girasoles ciegos, y me fascinaron la precisión de su prosa, la complejidad de sus personajes, la intensidad de sus situaciones. En apenas unos meses, acababa de nacer y de morir un magnífico cuentista.
La lectura de esos cuatro cuentos despertó mi curiosidad por el escritor. Supe que, sin llegar nunca a conocernos, habíamos coincidido al menos en una ocasión en un restaurante madrileño, propiedad de su cuñada. Supe que, pocos días antes de morir y ya con la salud muy quebrantada, había viajado a Molina de Segura a recoger un premio por sus cuentos. Supe que ese premio le había hecho inmensamente feliz... Tras su muerte llegarían otros premios: fue finalista del Salambó (que fue a parar a otro libro póstumo, 2666, de Roberto Bolaño), recibió después el de la Crítica y recibe ahora el Nacional, y a esos premios hay que sumar el favor de los lectores, que no ha cesado en ningún momento: me dicen que el libro ya va por la séptima edición.
Pocas veces un autor ha tenido un recorrido tan fulgurante y, por desdicha, tan breve. Cualquier cosa que se escriba sobre él estará inevitablemente marcada por su muerte (que, por otro lado, tanta importancia tenía en sus relatos) y por fuerza derivará hacia la elegía. Los amantes de la buena literatura tienen, en efecto, muchos motivos para lamentar su desaparición. ¿Qué otros libros habría escrito? Sigo siendo de esos lectores que, cuando descubren a un buen escritor, buscan sus publicaciones anteriores y están atentos a las posteriores. Con Alberto Méndez sólo podemos tratar de imaginar cómo serían esos libros que la muerte le impidió escribir.
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