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Reportaje:

La Mancha imborrable

Tierras del 'Quijote', anchas y desmochadas; pueblos deshabitados… Los fotógrafos del siglo XIX y comienzos del XX peregrinaron por Castilla-La Mancha y retrataron un paisaje de profundas carencias, de gentes que viven con dignidad en su pobreza. Una exposición y un libro de Lunwerg recuerdan aquel tiempo.

En 1839, cuando el diputado liberal François Arago notificaba el invento del daguerrotipo en la Academia de las Ciencias de París, España era escenario de una encarnizada pugna entre el legitimismo carlista y los defensores de los derechos dinásticos de la reina María Cristina de Nápoles. A pesar de los desastres de la guerra, la población española se acercaba ya a los 15 millones, que comenzaban a hacinarse en el limitado perímetro de las ciudades. El éxodo rural, potenciado por el desarrollo de los transportes experimentado en los años isabelinos, acabó por quebrar definitivamente las rígidas lindes regionales, nada permeables hasta entonces. Los escritores románticos nos han dejado una excelente descripción del país en vísperas de la revolución fotográfica. El retrato que de La Mancha nos han dejado se asemeja mucho al de una tierra desmochada, con profundas carencias de escuela y de despensa.

En el ecuador del siglo, en pleno imperio del daguerrotipo, entre las cinco capitales castellano-manchegas apenas alcanzaban la humilde cifra de 50.000 habitantes. La región apenas rebasaba en 1850 el millón de habitantes, y de ellos casi la mitad trabajaba de sol a sol en los tajos rurales. De jornaleros agrarios había 143.000, por sólo unos 40.000 ocupados en la industria, en talleres, almazaras, bodegas y obradores. Nada había en las espaciosas estepas de la región que animase a los viajeros a establecerse en sus pueblos y ciudades, y menos aún a los fotógrafos, que buscaban amplias masas de público para mantener sus industrias. Tierras de tránsito, de mil caminos abiertos, de mucho pasar y poco quedarse, donde sólo la infinita fantasía de sus moradores les llevó a fundar pueblos y ciudades.

De ahí la poca importancia que tuvo el negocio fotográfico en los pueblos castellano-manchegos, y la que, contrariamente, tuvieron los modestos fotógrafos populares, que cruzaron infatigablemente sus caminos. La historia de la fotografía de las anchas tierras por las que transcurrió el alucinado peregrinaje de Don Quijote es la historia de la fotografía popular. La mayoría de los fotógrafos que trabajaron en aquellos años esforzados buscaba su clientela por pueblos y aldeas alejados, y, carentes de medios y conocimientos técnicos, practicaron una suerte de retratismo cándido, que poco tenía que ver con el que se realizaba en los gabinetes más a la moda, cuya suntuosidad sólo era comparable con su estomagante vulgaridad. Y es precisamente en esta humildad donde reside buena parte de la fascinación que ejercen en nosotros los retratos de aquellos endomingados lugareños que posaban, sorprendidos y desamparados, ante la mirada selectiva de la cámara. Buena parte de estos retratos, de los más conmovedores y dignos de perpetuación, fueron obra de aquellos fotógrafos populares. El tiempo, que ha acumulado sobre ellos tanto olvido, ha llegado a imprimirles una honda sugestión y ese hálito de vida perdurable que trasciende su propia fugacidad y la fría representación objetiva de sus modelos. Algo que acerca a estas amarillentas cartulinas a los imprecisos ámbitos del arte.

Este retratismo cándido definió la obra de los modestos fotógrafos castellano-manchegos, que debían atender la creciente demanda de los lugareños que, con sus retratos y los de las gentes de su cercanía, buscaban recomponer la geografía afectiva de su entorno familiar, diariamente devastada por la muerte o la distancia. En las antiguas casas de la región quedan aún vestigios de estas fotografías que, convenientemente ampliadas e iluminadas, decoraban las encaladas paredes, como un homenaje sentimental a sus parientes ausentes. En la obra de aquel afanoso enjambre de autores olvidados encontramos algo de enigmático o sugestivo que reside en su propia rusticidad y espontaneidad, que dejaba en manos del azar la responsabilidad última de fijar la imagen de las gentes en el milagro de las placas impresionadas. Era una forma de vida que aquellos sencillos artesanos sabían imprimir a sus modelos para hacerles sobrevivir a las injurias del tiempo.

La mayor parte de los fotógrafos que ejercieron su oficio en las austeras tierras de La Mancha se dedicaron a la fotografía ambulante. En los días soleados de la primavera y el verano cargaban sus precarios trebejos, y a lomos de caballería o en los temblorosos autocares de la época recorrían los pueblos y aldeas de la comarca, donde instalaban sus precarios platós en patios y corralones. Para ello llevaban consigo sus cámaras, trípodes y forillos. El atrezo lo improvisaban con otros objetos -macetas, butacas, pedestales- tomados de las casas que hallaban más a mano. Muy a menudo asomaba inevitablemente la chapuza, cuando la desnuda cal de las paredes asomaba tras los forillos rompiendo abruptamente la ilusión creada por fuentes, acorazados y arrayanes. Entre los años postreros del siglo XIX y las vísperas de la Guerra Civil, la fotografía ambulante fue una de las especialidades más practicadas por los retratistas populares, y aún recordamos a los últimos en los años desventurados de la autarquía, instalando sus tristes decorados y el inevitable caballito de cartón en las ferias de nuestra infancia.

Para reunir las decenas de imágenes que componen este libro he escudriñado durante años en cómodas y baúles, porque una buena parte de las fotografías más relevantes del pasado es preciso buscarlas no sólo en galerías o museos, sino en los humildes archivos familiares en los que nuestros abuelos guardan la memoria de sus parientes para preservarla de la desconsideración del olvido. Con ellas he ido armando esta historia fotográfica de las tierras que ahora se conocen como Castilla-La Mancha, en las que sus moradores alzaron muros y ciudades mucho antes de que hubiesen tenido ocasión de fijar su imagen en la edad eterna de las fotografías. A falta de una bandera, de una lengua u otros hechos diferenciales que definan su identidad colectiva, la fotografía constituye uno de los más importantes patrimonios culturales de esta región, cuya devastada memoria común se va espesando en las viejas cartulinas sepias que componen este retablo fotográfico de las gentes castellano-manchegas, que es también, a su modo, un retrato de la común aventura de los hombres, de su profundo desvalimiento ante los estragos del destino.

Son fotografías sencillas, llenas de ese necesario sentir del que nos habló Cervantes, que muestran la realidad de una tierra ya remota, de sus criaturas, de sus vastos poblachones y sus sendas infinitas, de sus viejos oficios ya abolidos, de su sorprendente belleza y diversidad. Fotografías alejadas de toda retórica o artificio, como corresponde a un tiempo en que el fotógrafo aún no había sentido la tentación de la mixtificación o la impostura. Si bien se mira, pocas imágenes tan cervantinas, tan sobrias y despojadas, como estas humildes fotografías que tan eficazmente conmemoran el paso de los nietos de Don Quijote por este valle de lágrimas.

'La huella de la mirada. Fotografía y sociedad en Castilla-La Mancha, 1839-1936', de Publio López Mondéjar, acaba de ser publicado por la editorial Lunwerg. La exposición con estas imágenes puede verse en el Centro Cultural San Clemente-Diputación Provincial de Toledo hasta el 6 de marzo.

Tres generaciones de vecinos de Razbona (Guadalajara).
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