Burbuja de compasión
En 1755 el terremoto de Lisboa causó más de 50.000 muertes, una cifra de enormes proporciones hoy y más aún entonces (casi una cuarta parte de la población), que provocó entre los ilustrados un debate sobre la teodicea, la justificación de Dios ante el hecho del mal en el mundo de la que se mofó Voltaire en su Cándido. 250 años después, el desastre del tsunami puede suponer no algo similar, sino la primera respuesta global ante un desastre también global, como lo ha llamado Kofi Annan, pues además de gentes de la región ha matado o afectado a varios millares de turistas.
El maremoto ha provocado una burbuja de donaciones privadas -de ciudadanos y de empresas-, sin precedentes, desde Europa, EE UU, Australia y otras zonas ricas. Esta privatización de la ayuda no es nueva (en España la vivimos con la reacción al huracán Mitch), pero sí su dimensión, que ha influido en la puja de generosidad de los Gobiernos y Estados. Una ONG como Médicos Sin Fronteras ha pedido no recibir más fondos ante la imposibilidad de procesarlos (para gran irritación de otras). Varias razones, junto al crecimiento de la globalización, la cobertura mediática -con la irrupción de los vídeos de aficionado- y una incipiente conciencia o moral global, favorecen este fenómeno. Por una parte el constante ascenso de ese Tercer Sector que son las ONG y las fundaciones, actores esenciales en el mundo de hoy. Por otra, la irrupción de Internet: hoy es muy fácil y cuestión de segundos, no de minutos, responder a las imágenes del televisor con una donación por Internet. Pueden haber influido también estas fechas navideñas, en las que se desata el consumismo y la mala conciencia que conlleva. Pese a esta privatización, hay que reconocer la utilidad, ante un caso así, del inigualable despliegue militar de EE UU. Y al final, también las Organizaciones No Gubernamentales necesitan de los Gobiernos.
Aunque la reacción de los ciudadanos europeos ha sido notable y relativamente nueva, EE UU es un país de una cultura que lleva a que los que han ganado mucho de la sociedad sientan la obligación de devolver una parte través de fundaciones o donativos, como ya notara en su día Tocqueville, una tendencia reforzada tras el desastre causado por mano humana del 11-S. Las donaciones de fundaciones o privadas han venido creciendo mucho más deprisa que las públicas. Las ayudas privadas ya reunidas en EE UU representan más de la mitad de lo comprometido por la Administración para este desastre. Según el Grupo Barna de Investigación (religioso), en 2003, la mitad de los americanos donaron dinero a una organización sin ánimo de lucro que no fuera una iglesia, un 10% más que en 1997. El tsunami ha llevado a un rebrote de esta "filantropía personal", como la llaman algunos observadores, en un país en el que 75% de las donaciones salen de personas físicas, no jurídicas, y en el que, según estos informes, las mujeres en puestos directivos son bastante más generosas que los hombres o las propias empresas a la hora de este tipo de contribuciones.
En cuanto al turismo, algunas de las fotos publicadas de bañistas occidentales tomando el sol en las playas devastadas por las que pasan algunos con máscaras para protegerse de la contaminación de cadáveres no resultan constructivas. Un observador agudo ha notado que muchos de estos turistas impasibles ante el desastre son varones de cierta edad, solos, probablemente en turismo sexual, que seguramente se abaratará tras el maremoto.
La reacción de solidaridad no ha partido únicamente de los países ricos. China o India, países en principio en desarrollo y receptores de ayuda, pero con una importante clase media, se han volcado en ayuda privada y pública a sus vecinos devastados. India, celosa de su status de gran potencia y de su desarrollo, no ha querido recibir ayuda sustancial pública externa para sus litorales devastados. En eso, esta burbuja de compasión y solidaridad -que habrá que ver si es sostenida y se amplía a otras tragedias- también es diferente. aortega@elpais.es
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