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XVIII EDICIÓN DE LOS PREMIOS GOYA
Columna
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El misterio de la pegatina

La verdad es que nunca me había preocupado e interesado menos narrar en crónica alguna entrega de premios cual la de los de cierto pintor aragonés cuyo nombre no se puede asociar al galardón. Me aburrí como un merengue en una reunión de diabéticos. Y además, con esa sensación de haber sido bien enculada, junto con el ameno público en general.

En fin. Como canta Pablo Milanés, "el tiempo pasa, nos vamos volviendo viejos". Nos vamos volviendo ciegas, también, pues cuando salió Jorge Perugorría creí que era Milanés después de haberse vuelto blanco en donde Jackson recibe a los niños. Al fin supe que era él que llevaba pegatina.

Y nos vamos volviendo sordas y sordos y compañeras y compañeros, puesto que hubo grandes vacíos de sonido ambiental. Hubo momentos, por ejemplo, cuando recién entregado el premio al mejor documental que ¡España! temía recibiera Julio Medem, en aquel mismísimo instante se creó un hueco sonoro digno de Goya, a quien no debo nombrar porque, punto y aparte. Les cuento mi sorda visión.

Lo más interesante que pude otear fue a José Bono, aplaudiendo sin ton ni son
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El premio Los Desastres de la Guerra va, abierto en canal, al primero que me cuente qué puso, argentinamente, Leo Sbaraglia en su pegatina. Le echó retórica al asunto, para dolo del realizador -por cierto, la retransmisión de El Pardo más antigua de la historia de la humanidad-, que no sabía cómo alejarse del candente asunto.

De hecho, habría que premiar, con el galardón Los Premios de Televisión Producen Monstruos, a quienes supieron pasar del plano picado al primerísimo plano sin otear la solapa. Y, al fondo, la orquesta Charatoga y la retransmisión más antigua y franquista que conocemos los veteranos. Menos mal que doña Mercedes, la nueva presidenta de la Academia, le echó un par de ovarios al asunto y exigió lo imposible a nuestros próceres: sentido del humor, que encajen las críticas y que amen el cine. Menos mal que unos cuantos predecesores la apoyaron y, apoyándola, le dijeron al cine español que no está solo.

Entretanto, la platea bullía de glamour. Les juro que lo más interesante que pude otear fue a José Bono, aplaudiendo sin ton ni son.

Por fortuna, el cine no se rinde, y después del año que vivieron peligrosamente sobre todo los iraquíes, y pese a que, en escena, todo fueron alusiones, hay que reconocer el espíritu conciliador de la ceremonia, que, profusa y con política corrección, premió Te doy mis ojos -película que ganaría si sacaran las secuencias de terapia de grupo de acémilas y explicaran el vínculo sexual que une a la pareja- y a un montón de hombres y mujeres aquejados de abundancia familiar-.

Mientras que mi favorita, Torremolinos 75 -o setenta y otro, la ceremonia me ha aplastado-, quedó como quien dice en la cuneta. Gran película.

Volviendo a Los Desastres de la Guerra superpremiun magnum: la música, antigua e inadecuada, un guión inexistente -o existente: no estaba para dejar que hablaran, sino para impedirlo-, salvado por la pericia y el encanto de Diego Luna, desde ya les digo que es preferido de la ciudad, y la siempre eficazmente jezabélica Cayetana, cuyo nombre, oh dioses, cualquiera puede prohibirnos pronunciar en cualquier momento, ligada a Goya. Esa chica lleva muy bien los trajes sin tirantes y es la única que puede permitirse llamar cabecitas a los pesantes premios que reproducen la tremenda testa baturra del pintor.

Digo yo que los españoles deberíamos ir por ahí, a partir de ahora, guarnecidos de prospecto como los medicamentos, para explicar nuestras ideologías y calmar los desmanes. Que es, sin duda, lo que hizo Sbaraglia, pero el cámara no se acercó a su solapa, maldita sea.

Julio Medem, a su llegada al Palacio Municipal de Congresos.
Julio Medem, a su llegada al Palacio Municipal de Congresos.CLAUDIO ÁLVAREZ

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