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¿Se desindustrializa Cataluña?

Antón Costas

Llueve sobre mojado. El anuncio del cierre de la planta de la holandesa Philips en La Garriga, y el de la factoría de la coreana Samsung en Palau-Solità i Plegamans son dos nuevos golpes sobre un cuerpo ya dolorido por otros cierres y desinversiones anteriores. ¿Por qué se van? ¿Qué nos está pasando? ¿Hemos dejado de ser competitivos? ¿Se está desindustrializando Cataluña?

Para no sacar conclusiones apresuradas que afecten a nuestra autoconfianza, conviene señalar que en todos los países ricos existe en este momento un cierto pánico acerca del futuro de su industria. La pérdida de empleos industriales en EE UU y el aumento de las importaciones procedentes de China está provocando un intenso malestar en el mundo laboral y empresarial, con acusaciones (un poco cínicas) de dumping laboral a China. En Europa, personas relevantes como Romano Prodi han llegado a hablar de la "desindustrialización de Europa".

¿Qué está ocurriendo? Muchas cosas y, en principio, no necesariamente malas. Estamos ante un cambio tecnológico acelerado que reduce la vida comercial de muchos productos y origina una fuerte caída de sus precios, que lleva a las empresas a buscar reducciones de costes. Pero además, estamos ante una nueva oleada histórica de países hasta ahora atrasados que se incorporan a la economía mundial, produciendo y vendiendo manufacturas que compiten con las de países industriales como España. Estas economías emergentes son muy atractivas para las empresas multinacionales, tanto por sus salarios bajos y disponibilidad de mano de obra como por posibilidades de sus mercados locales. De ahí que instalen nuevas plantas o trasladen fábricas que hasta ahora estaban en otros lugares, como Cataluña.

Esto ya ocurrió a mediados del siglo pasado, cuando una serie de países atrasados, entre los que se encontraba España, se incorporaron a la economía mundial (se "globalizaron"), convirtiéndose en receptores de inversiones de multinacionales, y en exportadores de manufacturas. Esa globalización fue buena para España: dio lugar a los "felices sesenta", de los que hablaba Manuel Vázquez Montalbán. Pero la emergencia de países como España no significó que los países industriales -por ejemplo, Francia y Alemania- dejaran de serlo, ya que supieron compensar el no ser ya competitivos en salarios y precios con serlo en innovación y calidad del producto, y en atención al cliente. Esa es la prueba del algodón de la industrialización a la que ahora se enfrenta la industria catalana.

Las reubicaciones de establecimientos productivos son algo consustancial a la vida empresarial. Las empresas, como las personas, nacen, crecen, se mueven, maduran y mueren. No tengo a mano datos para España, pero en Francia (datos de Duranton y Puga), entre 1993 y 1996, casi el 5% del total de firmas existentes se reubicaron en nuevos emplazamientos; entre ellas, destacan las compañías de los sectores de equipos y componentes eléctricos y electrónicos, las de la industria de vehículos de motor y las metalúrgicas.

Hay que intentar comprender bien las causas de esta dinámica y las motivaciones que llevan a las multinacionales a reubicarse, para evitar así denuncias y reacciones emocionales inadecuadas. Estas empresas representan dos tercios del comercio mundial y seguiremos necesitándolas, aunque, si es posible, en sectores o segmentos de producción de mayor valor añadido que el de las plantas que ahora cierran.

El problema, en mi opinión, no es que se vayan algunas firmas, sino que no se creen o no vengan otras nuevas. Tenemos que evitar que a la demografía empresarial catalana le suceda lo mismo que a su demografía humana. Si hemos perdido el instinto reproductor, al menos mantengamos el impulso emprendedor.

¿Debemos hacer algo, o hay que dejar que las cosas vayan a su aire? Hay que afrontar estas situaciones de crisis sin dejarse llevar por reacciones impulsivas, pero tampoco sin dejar de utilizar las cartas que cada uno tiene en las manos. Eso es lo que hacen las sociedades cuando deciden cerrar y marcharse, aun cuando sean rentables y hayan recibido subvenciones u otros favores públicos. Están en su derecho, protegido por el principio de libre empresa. Pero en una economía de mercado ese principio se equilibra con el de lealtad de la compañía con todos los interesados en su permanencia (stakeholders): trabajadores, clientes, proveedores, sociedad en general y autoridades públicas. Si la empresa no se comporta lealmente (ofreciendo la información adecuada, asumiendo sus compromisos y las reglas del modelo social europeo, y negociando algunas de esas decisiones), aquéllos están en su derecho de jugar sus cartas: básicamente, su poder de compra y la influencia que pueden ejercer sobre la imagen corporativa de la firma en los mercados locales. Esas son las vías a través de las cuales las sociedades ricas y sus gobiernos saben ejercer persuasión sobre las decisiones de las multinacionales. Y nadie se rasga las vestiduras por ello.

Pero más allá de estas acciones, legítimas pero en cierto sentido reactivas, la preocupación en Cataluña, hoy por hoy, debe orientarse a sentar las bases de un nuevo modelo de competitividad para las empresas industriales. No una competitividad a la vieja usanza, basada en deprimir salarios y condiciones laborales precarias (en esto no debemos competir con los países emergentes), sino una competitividad que tenga sus fundamentos en las mejoras de productividad a largo plazo. Hay muchos motivos para desear seguir siendo un país industrial. La riqueza y el empleo que viene de la industria es más deseable que la que viene, por ejemplo, del turismo de costa tradicional o de la cría de cerdos. Por eso, uno de los retos que tenemos en los próximos años es decidir si queremos ser industriales, hoteleros o criadores de cerdos. Pero de eso hablaremos otro día.

Antón Costas es catedrático de Política económica de la UB.

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