Lecciones de un naufragio
Aquí no puede pasar.
Hace 30 años atrás, eso era lo que coreábamos, lo que cantábamos, en las calles de Santiago de Chile.
Aquí sí que eso no puede pasar. Una dictadura jamás podrá encarnizarse en este país, proclamábamos a los furiosos vientos de la historia que estaban a punto de descender sobre nosotros; nuestra democracia es demasiado sólida, nuestras Fuerzas Armadas definitivamente comprometidas con la soberanía popular, nuestro pueblo enamorado en forma inclaudicable de la libertad.
Y, sin embargo, sucedió aquello que no podíamos concebir.
El 11 de septiembre de 1973, los militares chilenos derrocaron al Gobierno constitucional de Salvador Allende, que estaba intentando, por primera vez, construir el socialismo con medios electorales y pacíficos. El bombardeo de nuestro palacio presidencial aquel día dio inicio a una dictadura que había de durar 17 años y cuya herencia hoy, aun después de haber recuperado nuestra democracia, todavía corroe a mi país.
Esa asonada de Pinochet no dejó tras sí tan sólo una ola de dolores y quebrantos, sino también un legado de preguntas que me han estado dando vueltas obsesivamante durante los últimos 30 años: ¿cómo fue posible que una nación con un Parlamento en pleno ejercicio, una larga genealogía de tolerancia institucional, una prensa independiente e insolente, un poder judicial autónomo y, lo más crítico de todo, unas Fuerzas Armadas sujetas al mandato civil, cómo pudo ese país tan íntegro engendrar una de las peores tiranías de una América Latina que se ha hecho tristemente célebre por sus regímenes asesinos? Y una duda más crucial: ¿por qué tantos chilenos, herederos de una democracia vigorosa, permitieron que, en su nombre, un Estado llevara a cabo las más malignas vesanias, por qué no protestaron contra lo que ocurría en los sótanos y altillos inmisericordes de la ciudad, por qué fingieron desconocer las torturas y masacres y desapariciones? Y un desafío final, más punzante: ¿podría algo similar repetirse en los años venideros en nuestras democracias contemporáneas aparentemente estables, podría la erosión de la libertad que tantos en Chile aceptaron como irremediable, encontrar una perversa recurrencia en los Estados Unidos y en la India, en España y en Francia, en Brasil y Alemania?
Tengo claro que es intelectualmente peligroso equiparar un conflicto histórico que vivimos hace 30 años en un país subdesarrollado sacudido por la guerra fría con lo que hoy se vive en un mundo muy diverso. Las circunstancias que llevaron a la pérdida de nuestra democracia en Chile fueron tan específicas que sería imposible hallar hoy una réplica contemporánea de ese escenario. Y, sin embargo, con todas sus diferencias y distancias, la tragedia chilena nos manda un mensaje ineludible al que debemos atender si pretendemos esquivar similares desastres políticos en el futuro: muchos seres humanos decentes y normales en mi tierra permitieron que su libertad y la de sus compatriotas perseguidos fuera arrasada en el nombre de la seguridad, en el nombre de la lucha contra el terror. Fue así como el general Pinochet y sus secuaces justificaron su sedición; fue así como fueron construyendo apoyo popular para la violación masiva de los derechos humanos. Unos días después del golpe, miembros de la Junta anunciaron haber descubierto un plan secreto que denominaron Plan Zeta y que tenía el supuesto propósito de exterminar a los opositores de Allende. Nunca se presentó, por cierto, ninguna prueba fehaciente ni documentada de tal plan, y ni uno de los centenares de miles de seguidores del presidente Allende que sufrieron ultrajes, detenciones y exilio, ni uno de los miles que fueron asesinados o desaparecidos, ni uno de ellos fue sometido a un proceso público para juzgarlos por esa conspiración. Pero el miedo, una vez que comienza a socavar a una comunidad, una vez que se presta a ser manipulado por un Gobierno todopoderoso, no es fácil de erradicar con razones y argumentos. Cuando alguien se siente vulnerable, cuando se percibe a sí mismo como perpetua víctima, cuando detecta enemigos en cada vecino y cada extranjero, entonces ningún castigo contra sus imaginarios contrincantes resulta suficientemente duro, ninguna medida lo suficientemente extrema, para asegurar la tranquilidad propia.
Ésta es la lección que Chile nos exige aprender a los 30 años del golpe, particularmente si tomamos en cuenta las secuelas de aquel otro terrible 11 de septiembre, ese día de 2001 cuando la muerte nuevamente cayó desde el cielo y nuevamente miles de inocentes civiles fueron aniquilados hiriendo esta vez, no a un país lejano cuyas dolencias y errores la humanidad podía relegar al olvido, sino a la potencia más fuerte del planeta. El hecho adicional de que el terror que padecieron los ciudadanos de los Estados Unidos no es un invento como lo fue el Plan Zeta, hace aún más urgente preguntarse cómo evitar que el miedo nos domine como lo hizo con tantos chilenos que terminaron sosteniendo a la dictadura.
No es alentador contemplar lo que ha sucedido en los dos años que transcurrieron desde los desastrosos ataques contra Nueva York y Washington. En el sagrado nombre de la seguridad y como parte de una guerra contra el terrorismo incesantemente monopolizada y aprovechada por el Gobierno de Bush, muchas franquicias de que gozaban los ciudadanos norteamericanos (ni qué hablar de los que no son ciudadanos) se han visto restringidas. La situación afuera de los Estados Unidos es aún peor, ya que esta batalla sempiterna contra los fanáticos fundamentalistas ha servido de excusa para limitar los derechos en muchas sociedades del mundo, tanto en las democráticas como en las autoritarias. Hasta en Afganistán y en Irak, los dos países redimidos por los Estados Unidos y libres ahora de las monstruosas autocracias que los malgobernaban, hay señales alarmantes de que las fuerzas de ocupación cometen numerosos abusos contra los derechos humanos: los viejos presidios se vuelven a abrir, civiles inocentes son muertos a mansalva, las mujeres ven a sus hombres desaparecer sin un rastro como en los peores tiempos de la dictadura fenecida.
No estoy sugiriendo que los Estados Unidos y sus aliados se estén transformando en un Estado policíaco gigantesco parecido al que aguantó Chile durante tantos años. Pero ese sufrimiento nuestro habrá sido en vano si hoy, en otras zonas del mundo, no apreciamos el más profundo significado de la catástrofe que comenzó a vivir el pueblo chileno hace 30 años atrás.
Nosotros también pensamos, nosotros también gritamos, nosotros también lanzamos nuestra certidumbre al planeta: aquí sí que eso no puede pasar.
Nosotros también pensamos, en esas calles no tan remotas de Santiago, que podíamos cerrar los ojos y no ver los terrores que nos esperaban en las interminables noches del futuro.
Ariel Dorfman es escritor chileno. Sus memorias, Rumbo al Sur, deseando el Norte, acaban de salir en edición de bolsillo.
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