Picanas en la ESMA
La maquinaria burocrática de la justicia argentina, trabada por los sucesivos palos legales colocados en la rueda, parece ponerse nuevamente en movimiento para atender a las demandas de las víctimas de graves violaciones a los derechos humanos durante la dictadura militar de los años setenta. Desde que el presidente Néstor Kirchner decidió hace 10 días quitar la piedra del decreto firmado por Fernando de la Rúa en diciembre de 2001, que ordenaba rechazar las peticiones de extradición, el Estado de derecho recobró su vigor y los mecanismos democráticos se activaron.
El Gobierno, la mayoría de la oposición y gran parte de los actuales miembros de las Fuerzas Armadas coinciden en que los responsables deben ser juzgados en el país. La Corte Suprema y el Congreso, cada uno por su lado, deben resolver antes si las llamadas leyes de impunidad (Obediencia Debida y Punto Final) se declaran inconstitucionales, o se anulan, para que puedan reanudarse los procesos interrumpidos a fines de los ochenta. Así podrían ser juzgados de nuevo, entre otros, los sanguinarios asesinos del Grupo de Tareas que funcionaba en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), el centro de instrucción técnica para suboficiales de la Marina situado en el barrio de Núñez, al norte de Buenos Aires, donde fueron secuestradas, torturadas y asesinadas por lo menos cinco mil personas desde mayo de 1976 hasta 1980.
El testimonio de los supervivientes permitió reconstruir el horror. Los secuestros se planificaban en una sala de la planta baja llamada Dorado. Los oficiales de los servicios secretos reunían los datos, los de Operaciones montaban los secuestros, los de Logística se encargaban de los bienes robados. Mantenían a los prisioneros tabicados, encadenados a las cuchas, los ojos vendados, con capuchas. Había varias salas de tortura. Los que no morían a causa de las descargas eléctricas y las heridas que les provocaba la picana eléctrica o fusilados, o asados vivos en los terrenos que dan al Río de la Plata, sufrían el traslado. Les inyectaban un tranquilizante y les arrojaban desde los aviones al mar.
En la ESMA funcionaba además una maternidad clandestina, en la que nacieron decenas de niños, que los militares se apropiaban o repartían a quienes se apuntaban para recibirlos.
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