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EL CREADOR DE ALATRISTE INGRESA EN LA RAE

El habla de un bravo del siglo XVII

El bravo, el valentón, se levanta tarde. La noche, que él llama sorna, es su territorio; y a veces, para su gusto y oficio, algunas clareas (algunos días) tienen demasiada luz. Ya empieza a bajar el sol sobre los tejados de la ancha, la ciudad (que en este caso es Madrid), cuando nuestro hombre se echa fuera de la piltra, carraspeando para aclararse la gorja. Se le nota en la cara, que él llama sobrescrito, en lo desordenado de los bigotes y en los ojos inyectados en sangre, que anoche y hasta de madrugada dio a la bufia y besó el jarro más de lo prudente, que el sueño ha sido escaso, y que la borrachera, la zorra, aún está a medio desollar. Era de lo fino, por supuesto. De lo caro. Y de remate, para terminar de cargar delantero, otro vino dulce como alquitara de monja moza, y espeso como sangre de Cristo. El caso es que nuestro jaque se lava un poco, y tras mirarse en el azogue la zanja que le santigua la cara (recuerdo de una cuchillada, o jiferazo, de seis puntos, porque a veces es uno quien madruga, y otras veces nos madrugan otros), se compone con parsimonia los bigotes, que son fieros, de guardamano, apuntándole mucho a los ojos. Que entre la gente de la carda, o de la hoja, la valentía se estima según el tamaño de los bigotes, la barba de gancho y el mirar zaino, valiente, de quien es (o parece) capaz de reñir con el Dios que lo engendró.

"Camina por la calle como si fuera suya, echando bálago y contoneado el navío"
"Entre la gente de la carda, o de la hoja, la valentía se estima según el tamaño de los bigotes"
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(...) El caso es que se viste, como decía, con aires de mílite, cosa a menudo propia de la gente de la hojarasca. Aunque no haya oído en su vida zurrear de veras un arcabuzazo, y al turco y al luterano no los conozca sino de los corrales de comedias, él y sus compadres suelen dárselas de veteranos de los tercios o de las galeras del rey. Y alguno lo es, en efecto; pero no de tragafuegos de cubierta, sino como bogavante en gurapas: como galeote. El caso es que el valentón se pone la camisa, que no es lo que en jerga de su oficio llaman una cairelota, una camisa elegante, sino una lima sencilla, y no muy limpia (...). Se pone luego el bravo los alares (palabra que también ha llegado hasta la jerga rufianesca de nuestro tiempo), que en el siglo XVII no se llaman todavía pantalones, sino calzones: gregüescos, en este caso, más modernos que las calzas a las que, en tiempos de su padre y su abuelo, los hampones honraban con los nombres germanes de leonas o follososas. Enfunda luego las gambas en las cáscaras, las medias, y después se calza lo que algunos germanes llaman duros, o pisantes, pero que él prefiere denominar calcos, tal vez porque le suena (y así es, aunque él no lo sabe) palabra más culta e hidalga (otra, por cierto, que llegará también hasta nuestros días), y porque el acto de poner pies en polvorosa, propio de su oficio sobre todo cuando asoma gurullada de alguaciles y corchetes, suena más digno cuando se lo define con la palabra calcorrear. Pues los hombres de hígados como nuestro bravo no se van, sino que se alonan. No corren, sino calcorrean. Nunca huyen, sino que se trasponen, se alargan, redoblan, las afufan o se van al ángel. Sin olvidar la expresión más común en el ambiente: peñas y buen tiempo.

(...) El valentón mete en la sacocha de la goda (así llama al bolsillo de la derecha) la bolsa, en germanía cuadrada o cigarra, que tras el apiorno de anoche anda ligera, cargada sólo con unos pocos charneles. Y en el puño del jubón, sobre la cerra lerda (la mano izquierda), introduce un mocante de lienzo fino, primorosamente bordado por su marca, su hembra, una bachillera del abrocho que es anzuelo de su bolsa en una manfla (una mancebía) de la calle de la Comadre.

(...) Una vez solo, camina el bravo por la calle como si fuera suya, echando bálago y contoneando el navío, el cuerpo, para que resuene toda la Vizcaya que carga encima, el aire feroz, una mano apoyada en el pomo de la temeraria y la otra retorciéndose los bigotes. En la calle interroga a un muchacho desocupado sobre si ha visto por allí a Fulana, su coima, y el chulamillo responde que ésta anda en corso tres esquinas más allá.

(...) Y exactamente así encuentra nuestro bravo a su hembra, mariscando: en tratos con un cliente a la puerta de la manflota, la mancebía (también llamada aduana porque nadie pasa adentro que no pague), y decide quedarse por allí, esperando que el palomo se decida a alojar el caballo en el broquel de la hurgamandera y alcabale los nipos, o dineros. Porque no será nuestro bravote quien impida a su pencuria ganarse la vida, y de paso la de él. Que con una hembra como la Marizápalos, que así se llama la cantonera, es difícil no caer en la tentación:

"Quien no tiene por hazaña

caer, quien se aventuró,

acuérdese, pues se engaña,

que cayó Troya y cayó

la princesa de Bretaña".

Sin embargo, el cliente no se decide a abrochar. Quizá sea de los que se amapolan ante una doctora del arte aviesa, o le parecen caricios los dineros que pide la rabiza porque le troten el anca. El caso es que nuestro rufián se impacienta; de manera que se acerca, arroldanado y bravoso, añusgando (mirando) al mandria muy fijo y muy zaino, con las piernas abiertas al caminar, andando a lo columpio sin apartar la cerra, la mano, de la amenazadora bayosa que carga al costado. El otro, que en cuanto le mira el coram vobis adivina que el bravo se acerca con las intenciones del turco, parece hombre de paz y poco amigo de meterse en baraja: de reñir. Así que, temiéndose un araño, se acatalina y bate talones tomando calzas de Villadiego. O, dicho de otro modo, peñas de longares. Murmurando tal vez entre dientes eso de:

"A niños de la doctrina

no pienso pagar la solfa:

música que no he de oílla,

que la pague quien la oiga".

Extracto del discurso de ingreso en la RAE de Arturo Pérez-Reverte

Arturo Pérez-Reverte, con el príncipe Felipe.
Arturo Pérez-Reverte, con el príncipe Felipe.MIGUEL GENER

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