El salario de los creadores
La reforma de la Ley de Propiedad Intelectual (LPI) exigida por la directiva europea de mayo de 2001, sobre derechos de autor en la sociedad de la información, ha despertado una polémica y alboroto considerables. Ninguno de los países de la Unión ha cumplido el plazo de adaptación del pasado 22 de diciembre, y no por casualidad.
El compromiso del Estado español para regular la propiedad intelectual en el entorno digital ha supuesto reabrir el baúl de los problemas irresueltos del pasado y poner sobre la mesa los agudos problemas de compaginación del nuevo marco tecnológico, el poder de los medios de masas y la justa remuneración de los autores, artistas y productores por su impagable creación de cultura. Por ello, a pesar de las recientes y acerbas críticas de las entidades de gestión contra el Gobierno, hay que empezar reconociendo el enorme esfuerzo que ha hecho el Ministerio de Cultura para abordar ambas tareas. Esto no quiere decir que no sea mejorable en el Parlamento.
Respecto a la directiva, la refoma de la ley española deberá ser sólo parcial porque la redacción hoy en vigor ya contenía algunas de las previsiones europeas y porque no todas las excepciones de la directiva son de obligada incorporación al derecho interno. Aquí podría detectarse cierta timidez del ministerio, quizá asustado de las críticas destempladas de las entidades que quieren lo mejor para sus socios: pero la hiperprotección es a veces contraproducente, pues un límite al derecho establecido deja nítida la frontera entre lo permitido por la ley y lo que exige autorización del autor o del productor y ahorra centenares de pleitos.
Por lo que se refiere al derecho vigente fracasado, cualquiera que trabaje en la propiedad intelectual debe reconocer que la actual Comisión Mediadora y Arbitral resulta inoperante, y el artículo 158 de la Ley, papel mojado. En Alemania, en cambio, la Oficina de Patentes, autoridad de vigilancia de las entidades de gestión, impone precios sustitutivos a las tarifas impugnadas y nadie ha declarado la inconstitucionalidad de tal sistema. Por ello, los autores, artistas y productores alemanes tienen más ingresos que los españoles, porque su sistema de gestión colectiva es mucho más eficaz. Los creadores españoles tienen hoy dos alternativas: seguir judicializando sus problemas y esperar siete años a que, pleito a pleito, unos ganen y otros no; dependiendo de la fortuna de cada pleito; o resolver en un plazo razonable de tiempo sus contenciosos tarifarios ante una comisión de expertos que no puede ser tachada de presunta sospechosa. Es un sistema claramente racional que conseguirá que los autores y los creadores cobren su salario todos los meses y no cada siete años, con atrasos. Si el precio de los derechos de remuneración, no de los derechos exclusivos, procede de un arbitraje, muchos más usuarios se avendrán a pagar y las entidades de gestión multiplicarán sus ingresos. Por otra parte, sorprende la reforma de la copia privada, pero es cierto que no podía dejarse más tiempo el régimen de la copia digital a la resolución judicial por analogía, sino a la claridad de la nueva ley.
No resuelve el anteproyecto, en cambio, la disputa judicial de la comunicación pública, que los estadounidenses, ingleses, suizos, austriacos, alemanes y franceses (donde perdió la SGAE frente a los hoteles Lutecia y Printemps y sólo ganó la CNN contra un hotel) dejaron fuera de las habitaciones de hotel. Las zonas comunes de los establecimientos turísticos deben pagar; las zonas privadas, no. Eso parecía deducirse de la sentencia del Tribunal Constitucional de 17 de enero 2002 cuando afirma que el domicilio (de un cliente en su habitación) es el lugar donde desarrolla su intimidad y su vida privada. Esto es doctrina constitucional, ni civil, ni penal. El Tribunal Supremo ha tenido, en cambio, fallos vacilantes que aumentan una inseguridad jurídica que ya sólo puede unificar el legislador.
Un solo reproche frontal puede hacerse al anteproyecto: no puede permanecer un dia más la violación de derechos de los músicos, tratados de manera desigual respecto al resto de autores. Hoy, cuando los compositores celebran un llamado contrato de edición, la LPI permite que sea perpetuo y no se limite a 10 o 15 años, como con el resto de los autores. Hay que aclarar que el moderno editor musical no edita casi nunca y es más bien un arrendador de servicios de promoción o mánager, arrendamiento cuya perpetuidad prohíbe el Código Civil. Además, los grupos de comunicación llevan años autodenominándose editores musicales, en claro fraude de ley, para ahorrarse la mitad del salario del autor. Esta esclavitud del autor musical frente al ficticio editor sí es inconstitucional y un agravio intolerable para la profesión musical y la cultura. Las Cortes deberían aprovechar esta ocasión para restaurar el honor y el salario perdido de los músicos, derogando el artículo 71 de la ley vigente. Los autores, los artistas, los creadores se merecen un salario justo.
José Miguel Rodríguez Tapia es catedrático de Derecho Civil en la Universidad de Málaga.
Babelia
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