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Columna
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El abismo atlántico

Nadie debe esperar que el presidente norteamericano, George Bush; el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, o Condoleeza Rice, asesora nacional de Seguridad, se conmuevan con las opiniones de Jürgen Habermas, el filósofo hirsuto Peter Sloterdijk o el pensador y escritor ex sesentaiochista André Glücksmann. Ninguno de los tres miembros de la Administración norteamericana sabe quiénes son estos intelectuales europeos. Ni tienen el menor interés por conocerlos. Sus opiniones no cuentan en la toma de decisiones de Washington. Es lógico. Lo malo no es que todos estos intelectuales de la "Europa vieja" a la que aludió Rumsfeld no tengan voto. Lo malo es que EE UU y Europa hayan llegado a un punto de incomprensión mutua que parece no tener retorno. No pensamos ni sentimos lo mismo, respecto a la pena de muerte o las amenazas medioambientales, respecto a la defensa del débil ante el darwinismo económico ni ante el papel que la emoción religiosa ha de jugar en la cultura política. Tiempo hace desde que nuestra alianza de valores y principios se basa sólo en malentendidos o ambigüedades. Hay que remontarse a 1975, al Acta de Helsinki, para encontrar el último momento en que esta unión transatlántica habló, con sinceridad, con una sola voz.

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La vieja Europa contesta al señor Rumsfeld

Ninguno de los intelectuales franceses y alemanes que aquí firman es un cavernícola antiamericano lastrado de prejuicios ideológicos primitivos caricaturizables. Es gente genuinamente preocupada. Ninguno es agente ni propagandista de un régimen canalla como el de Sadam Husein. Y todos piensan mucho más allá de Irak. Porque cuando el régimen del sátrapa mesopotámico haya desaparecido, Europa y los EE UU habrán de ver si vuelven al régimen de dependencia del siglo pasado o entran en una fase de rivalidad en el mundo globalizado que expondrá mejor sus intereses y valores distintos, muchas veces enfrentados. Esta guerra que va a comenzar abre una nueva fase en la civilización humana, como la Revolución Francesa y americana y como la Primera Guerra Mundial. Los que aquí expresan sus angustias, pesares y esperanzas son en su mayoría atlantistas que lloran por una América perdida en un absolutismo ideológico del que huían en el siglo XVI los fundadores de esa gran nación. Cruzaron el gran océano para alejarse de unas ideas que Europa repudió más tarde y que ellos están refundando, en contra de todas las recomendaciones de los fundadores de aquella gran democracia. Bush supo el martes conmover a su pueblo. Asustó a los demás. Lo seguirán casi todos. Pero el Atlántico se convierte definitivamente en abismo.

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