El síndrome de Fabricio
Durante todo este frío mes de enero se están produciendo muchas manifestaciones de agricultores almerienses y granadinos en defensa de la agricultura intensiva, amenazada por la política de la Unión Europea, muy especialmente por el nuevo Acuerdo de Asociación con Marruecos para el que la Comisión ha propuesto elevar el contingente de tomates marroquíes de 150.000 hasta 216.000 toneladas al año y una rebaja general de los aranceles de otras hortalizas como calabacines, judías y pepinos. Es difícil no solidarizarse con un grupo de personas que han construido de la nada uno de los grandes sectores de la economía andaluza, que factura más de 1.200 millones de euros al año y supone el 20% del PIB almeriense. Por eso, es comprensible que, de una forma u otra todos los partidos políticos estuvieran representados en las manifestaciones del pasado 14 de enero en Almería y que se apresten a proponer medidas para impedir la invasión de productos marroquíes.
Sin embargo, si se intenta mirar el asunto con cierta distancia y frialdad no se acaba de ver la perspectiva que ofrezca razones de peso para que España vete el acuerdo, tal y como han pedido las organizaciones agrarias. Desde el punto de vista moral, no es posible mantener una y otra vez que hay que ayudar al desarrollo de los países del Tercer Mundo y luego negar que vendan sus productos en nuestros mercados. Ni siquiera sirve el argumento de que la entrada en Europa de productos agrarios marroquíes sólo beneficia a su oligarquía: eso justificaría una petición para incluir cláusulas sociales en el acuerdo, pero no el mantenimiento de los aranceles y los cupos. Tampoco la apelación a la solidaridad interna explica el veto al acuerdo porque es injusto para los consumidores europeos, incluidos los españoles, a los que se les impediría abaratar su cesta de la compra, tan castigada con la inflación. También es injusto para el resto de sectores productivos, sometidos cada vez más a la competencia externa. Pensemos, por ejemplo, en Ibi y todos los pueblos jugueteros de Alicante, en la misma zona de los productos hortofrutícolas y cítricos afectados por el acuerdo: ¿Cómo se les puede explicar que mientras se protege la agricultura mediterránea ellos deben soportar la competencia de los juguetes chinos y de otros países subdesarrollados?
Así las cosas, oponerse con uñas y dientes al acuerdo con Marruecos es ir contra el signo de los tiempos, olvidar que la Unión Europea pretende lograr una zona de libre comercio en el Mediterráneo para el 2010 y que la Organización Mundial del Comercio avanza con paso firme en la liberalización de los productos agrícolas. Se podría decir que quien no advierta esta tendencia está tan desorientado como Fabrizio del Dongo, el personaje de La Cartuja de Parma, de Stendhal, que se vio envuelto en la batalla de Waterloo sin saberlo y sin ser consciente de que era la derrota definitiva de su admirado Napoleón. Cuando los líderes europeos están debatiendo una nueva organización de la Unión apenas imaginable hace medio año, los dirigentes sociales y políticos de Andalucía tienen que ser conscientes de los profundos cambios que supone la globalización y actuar en consecuencia.
Evidentemente, el nuevo acuerdo con Marruecos supone una dura competencia para la agricultura andaluza, pero nuestra respuesta no puede ser cortar carreteras e incendiar los camiones marroquíes, actos injustos y a la larga estériles, sino una serie de medidas inteligentes para mejorar la competitividad de la agricultura de primor: concentrarse en las calidades superiores, reducir costes, crear empresas transformadoras, acortar la cadena de comercialización, incluso producir en el mismo Marruecos, etcétera. Si no actuáramos así y nos enrocásemos en pedir lo imposible, el final de nuestra agricultura quizá no sería muy distinto del de Fabrizio, que sobrevivió milagrosamente a la batalla, pero perdió su oro, su caballo y sus ropas.
Agustín Ruiz Robledo es profesor titular de Derecho Constitucional. Universidad de Granada.
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