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Columna
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Homenaje patrimonial

Recuerdo una tarde, debió de ser en el 76, en una galería madrileña donde se agolpaba una buena cantidad de gente (amigos, simpatizantes, literatos). Se esperaba la llegada de Rafael Alberti, la primera aparición pública -aunque no clamorosa- de Alberti en suelo español al amparo de la democracia naciente. Allí estaba, entre otra mucha gente literaria, Dámaso Alonso. Dos caminos tan distintos que convergían por la poesía en aquel local y en aquel momento tanto tiempo después. La siguiente imagen de confirmación de que al fin se reunían todos los españoles para hablar, de que también había comenzado el restaño de las heridas, fue para mí la de Alberti subiendo a tomar su lugar en la mesa del Congreso de los Diputados, que se constituía por primera vez en democracia, por razón de edad.

Ahora, a los cien años de su nacimiento, se preparan los fastos de conmemoración. Como de costumbre, las instituciones se abren paso y colocan a sus representantes en la organización y padrinazgo del evento; tiene su lógica, pero las instituciones, de probada vocación pétrea, tienden a operar más como losa que como pedestal. Paralelamente, los gobiernos buscan apropiarse de estos fastos cuando el personaje pertenece indubitadamente a la Historia; es decir, cuando se ha confirmado como un valor seguro a la hora de patrimonializar su imagen. Y por último, como la cultura está de moda -es decir, que no hace falta ser culto para apuntarse a ella-, todo el mundo quiere sacar tajada y asomar con sus más lucidas y cotizadas prendas en sus representaciones públicas.

Pues bien, la maquinaria se ha puesto en marcha a la hora de Alberti. Y entonces vuelvo a la imagen de aquella galería o de aquella sesión del Congreso y me pregunto por su significado y también sobre su valor simbólico. ¿Cuál sería el verdadero sentido de una celebración como ésta: el nacimiento de quien llegó a ser un verdadero poeta? Dos palabras definen esas dos imágenes (y otras muchas que ha de recordar mucha gente): reconciliación y generosidad.

Que es lo que no acaba de aparecer en torno al homenaje. No digo yo que tenga aún todas las trazas de ser un homenaje ministerial, al modo en que fue un entierro ministerial el del señor Cela (que, eso sí, se lo tuvo merecido), pero sí tiene todo el aire de empezar a ser un homenaje patrimonial. Y justamente la mano abierta, la generosidad, el echar rencillas fuera y el reunirse en torno a la poesía creo yo que sería el verdadero y merecido homenaje a Rafael Alberti en el centenario de su nacimiento. No me parece difícil -si se quedan en su sitio las instituciones y los gobiernos y no pasan de ahí- abrir un abanico que contenga el mapa de España.

La obra de los escritores -como sabrá el lector- pasa a ser de dominio público al cabo de sesenta u ochenta años de la muerte del autor. Dominio público. Eso quiere decir que queda a disposición de todos; más aún: que pertenece a todos los ciudadanos de un país, a los hablantes de un idioma, al conjunto, en fin, de una comunidad; que pasa a ser propiedad de una lengua. Y eso es lo que hay que respetar. No hay escritor de raza -y Alberti lo era- que no considere esto su mejor premio, su mayor merecimiento. Con él sucederá en su día. Dominio público, bien de todos.

A un homenaje hay que exigirle semejante altura. ¿Se merece Rafael Alberti una celebración del centenario de su nacimiento como la que empieza a dibujarse? Qué nueva ocasión para apartar sombras, recelos y etiquetas, para practicar la generosidad y la reunión en torno a lo que es de todos: la poesía.

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