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El 'método Uribe' echa a andar

El nuevo presidente inicia su mandato recorriendo el país y escuchando a la gente, pero sin hacer promesas

'Cuatro años de segunda vuelta. Mi Gobierno será cada día un Gobierno de segunda vuelta'. El presidente colombiano, Álvaro Uribe Vélez, está contento. Vuela de Valledupar en el norte -la cuna del vallenato, así como de algunos miles de alzados en armas- a Florencia, en el sur, donde el narcoterror de las FARC tiene su alma máter, en el reactor oficial de servicio, tan vetusto como su número de serie, el 001 de la Fuerza Aérea Nacional.

Sólo hace unos días que ceñía la banda presidencial el día 7 en Bogotá y ya ha puesto en práctica con aparente éxito lo que podría calificarse de método Uribe, el trabajo de campo como terapia política más que, de momento, acción de Gobierno. Viene de pasar toda la mañana reunido con docenas de alcaldes y congresistas en la capital del Cesar, y por la tarde cumplirá un resto de jornada extenuante en la cabecera de otro departamento, el Caquetá, para seguir tocando país. La causticidad, hasta en el fondo algo tierna, de un programa de radio de mucha audiencia, La Luciérnaga, asegura que hace siestas de cuatro minutos entre chapuzón y chapuzón de política en un país asolado por una guerra, hoy terrorista, que dura ya más de 35 años, y un narcotráfico envilecedor que se instaló en Colombia en la década de los ochenta. Y ante ese alud de problemas, el presidente Uribe se comporta como el director de un vasto psiquiátrico con la palabra como principal instrumento curativo.

Uribe dice a todos lo mismo: 'Plata no hay, a ver cómo sacamos las cosas adelante'
Un alcalde le pide 'un chalequito para que al menos me tengan que apuntar a la cabeza'
La irrupción de la violencia en las ciudades es el horizonte que ha de conjurar el presidente
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Su estilo, con el que ganó en rigurosa primicia la primera vuelta de las presidenciales en mayo, es colonial. La Corona de Castilla lo habría llamado en tiempos de Blas de Lezo, el victorioso defensor de Cartagena de Indias contra los ingleses, un cabildo abierto. El Señor, virrey o sucedáneo recibía regidores, ediles, ciudadanos pudientes pero, pese a todo, del común, notabilidades de corporaciones y gremios en un sanedrín público en el que se oían todas las voces, cada quien opinaba, exponía, porfiaba; una democracia casi asamblearia, aunque con fuerte acento de poder vertical.

Ése es el método Uribe: hacer país, escuchar, alentar, en absoluto prometer, pero siempre haciendo sentir a su interlocutor que existe. El presidente, menudo sin llegar a pequeño, que cuando camina entre la guardia militar que le rinde honores de aeropuerto en aeropuerto casi parece que se ha equivocado de país, al que la aplicación y la seriedad de un primero de la clase niegan toda pretensión de caudillo, quiere resolver el que probablemente es el peor rompecabezas de América Latina: cómo reinventar un país. A eso se refería Uribe cuando hablaba de un Gobierno de segunda vuelta, aquel que se obliga permanentemente a revalidar el día de ayer con los logros, reales o hipnóticos, del día de hoy. Este plan ha sido idóneo para llevar al pueblo colombiano hasta las urnas con su ilusión inscrita en el sufragio, tras los cuatro años en que su antecesor, Andrés Pastrana, apuntó sin éxito a una negociación indolora y a una paz casi gratuita, pero habrá que ver ahora si la movilización de la sociedad alcanza más allá de la voluntad únicamente expresada en el boletín de voto.

En Valledupar, ciudad a medias campamento, con aire de Oeste cinematográfico, sin poso histórico ni cristalización industrial, foto borrosa de pioneros sin suerte, el presidente Uribe se reunió esta semana en el novísimo auditorio de la Biblioteca Municipal, con más de un centenar de alcaldes legisladores del Cesar, departamento ganadero entre Venezuela y el Atlántico caribeño, donde hoy se libra una guerra a cuatro entre dos guerrillas, las formidables FARC de Manuel Marulanda, señores de un 1/3 de la Colombia boscosa y desértica; el decaído ELN, que no firma la paz porque teme que se pareciera mucho a una rendición; los paramilitares, antaño guardias blancas del latifundismo y hoy en proceso de segmentación, desde que su líder Carlos Castaño, parece que quiere dejar las armas por la política; y, finalmente, el Ejército, aprisionado como un bocadillo entre más tareas de las que cabe encomendar a una fuerza medio hipotecada de reclutas.

A las 6.30 comienza el cabildo. Hay una presidencia de 17 miembros con Uribe de atracción principal, a la que sólo falta el arzobispo para completar el establecimiento de la región. El presidente, que el día 7 había leído su discurso de investidura más recitador de letanías que orador de una conmoción, ahora departe, mima, da la razón, mira a los ojos de los consistoriales, acaricia el ego, pero no cede ni un ápice cuando le piden algo. Y eso es lo que hacen los alcaldes. En una versión, sin duda, lóbrega de Bienvenido Mr. Marshall y su ristra de peticiones a unos americanos que pasaban de largo, uno pide 'un chalequito para que al menos me tengan que apuntar a la cabeza'; otro prefiere un vehículo blindado, o un radio -el receptor, a diferencia de la emisora, es masculino en Colombia-; alguno que tira por elevación subraya que en su distrito no hay ni un solo helicóptero para las tareas de vigilancia que Uribe quiere encomendar a un Ejército paralelo de civiles, entre espías de la acción guerrillera y mensajeros del Estado, todos ellos puros voluntarios del salario mínimo, del que la recluta ya ha tan tempranamente comenzado. Y a todos esos usufructuarios de sus 15 minutos de celebridad institucional el presidente responde que 'su idea es interesante', que hay que 'administrar con eficacia los escasos recursos', o que se deben 'establecer prioridades', sólo promete transparencia, diálogo, exquisito respeto de los Derechos Humanos, de lo que responsabiliza a su vicepresidente Francisco Pacho Santos sobre todo en la formación del Ejército de Informantes. Es una conversación de proximidad, en traje de faena, con una camisilla color terracota y pantalones de indiano en vacaciones, en la que repite incansable que no cabe esperar milagros 'de la noche a la mañana', ni de qué noche ni de qué mañana. Alguno va más allá de la carta a los Reyes Magos, para afirmar que en lo que a su pueblo respecta 'no hay Ministerio de Agricultura, no tenemos constancia de que exista, por lo que hace a su influencia sobre nuestras vidas'. Carlos Gustavo Cano, el ministro del ramo que no se hallaba en Valledupar, el hombre que más sabe sobre arroz y arroceros en Colombia, regentará los cultivos en guerra más mortales del planeta, donde el producto que mejor se cotiza, la coca, tiene mercado y autoridades aparte.

Por momentos, el cabildo despide emanaciones de las extintas asambleas de barrio sandinistas o de las activas concentraciones de La Habana. Pero a todos el presidente dice lo mismo: 'Plata no hay, a ver cómo sacamos las cosas adelante'. Es también como apelar al César en gira por provincias, el ángel custodio al que se le pide una fresadora de 600 millones de pesos (245.000 euros), pero Uribe resiste la tentación de creerse Papá Noel. Terapia de grupo, más bien.

En Florencia, todo más derrumbado que en Cesar, allá donde entre la humanidad circundante la pobreza digna comienza a vestir algún jirón de la miseria, los alcaldes son menos deferentes, ni se visten tanto de emulación patriótica. El propio gobernador del departamento reclama 39.000 millones (15 millones de euros) en devengos 'de la nación a la red escolar del Caquetá, que dejan a 75.000 niños sin escolarizar'. La ministra del ramo parece no querer decir frontalmente al reclamante que no anda bien de cuentas, y Uribe arbitra, en este caso, sólo desde la distancia. En la Casa de la Gobernación el aire ya no acondiciona nada, pese a que una secretaria, con la seguridad del hombre del tiempo, asegura que aquello no pasa de '26 a 28 grados' y que es 'un calor un poco fresquico'.

Un munícipe extralargo y sin filtro le saca su ilusión al presidente, garantizándole con un convencimiento que corrobora la mayoría en silencio que no ha habido nunca 'sustitución de cultivos ilícitos ' por otros productos más o menos rentables, porque las FARC han avisado de que todo el que siguiera las indicaciones agropecuarias del Gobierno 'se convertiría en objetivo militar'; tras ello sugiere, aunque sin gran coherencia, la adopción de desconocidos cultivos amazónicos, porque el Caquetá es la antecámara del gran río brasileño, todos ellos de ortografía indescriptible y significado aún más proceloso; quizá la guerrilla no dispara a lo que desconoce.

El más rotundo, sin embargo, es el que comunica a su presidente que, mientras no se demuestre lo contrario, la mayoría de los alcaldes allí reunidos están dimitidos, porque hace unas semanas las FARC exigieron su renuncia con caución de muerte, y 'en tanto que no recibamos protección, así seguirán las cosas'. El cabildo ha perdido ya algo de su temperamento académico, de libre debate para el progreso de la Colombia rural, con el recordatorio de que vivir es la actividad más peligrosa del país. Sólo el gobernador mantiene un notable, si bien retórico, sentido del Estado, cuando llama al presidente 'alto soberano de la paz', y 'ungido con la sabiduría que otorga el Creador a los que han nacido para llevar el Bien a los demás'. Porque, no hay que confundirse, el Caquetá 'le puso mucho pecho a la victoria de Uribe', tanto que el presidente reconoce que nunca podrá hacer honor a lo que la región bregó por su candidatura 'si nos limitamos a lo que puedo dar en retribución'.

Ante el problema de los niños sin cupo escolar, ni aulas, ni pizarras, o el Catón que aquí se estile, Uribe recurre a fórmulas insólitas de economía mágica como 'aumentar la productividad de las madres', lo que no se refiere a su ya notable actividad reproductora, sino a su capacidad de socialización, entendemos que en el hogar, además de hacer que el aula cobije a más sin que decaiga el nivel, 'porque el presupuesto no va a aumentar', o a refugiarse en el regate semántico: 'Le asignamos al problema la máxima prioridad, y luego veremos qué se puede hacer'.

El presidente, que el pasado 3 de julio cumplió 50 años y representa algunos siglos menos, está haciendo hablar a su parroquia; y no lo hace por malicia o contrabandeo de ilusiones, sino porque genuinamente quiere saber, mientras que hay siempre algo de inocentemente hipnótico en todo lo que hace; sin alzar nunca la voz, en una cadencia algo sosota, pero admirablemente claro y comprensible, si hace demagogia es tan sutil que todos la habrían de tomar por candor y buenas intenciones. Hace sólo un año, Uribe Vélez era el único que, aparentemente, creía en su victoria, y entonces se expresaba bordeando riesgos mayores, aunque no por ello nadie puede acusarle hoy de ser adepto al realismo mágico; su tierra no es Macondo, sino una combinación de Schumpeter, Rostow y el Niño Jesús. Deja percibir que cree en el milagro, pero jamás se avendrá a reconocerlo. En los últimos meses parece, sin embargo, perceptible que ha ido percatándose hasta llegar a lo abisal de la sima en la que se ha metido, y sus declaraciones se han ido por ello recluyendo en los principios más generales de la gramática. 'Yo, Tarzán; tú, Jane'.

Cuando todavía alentaba, aunque fuera con respiración asistida, el proceso iniciado por el jovial Pastrana, un politólogo colombiano, William Ospina, escribía (febrero de 2001): 'Este proceso de paz es la única oportunidad que tiene hoy Colombia de salir de su tragedia histórica y tal vez de abrir un horizonte para su riqueza natural y cultural. Si fracasa, sólo le espera una guerra brutal que en unas cuantas décadas podría arrasar con toda posibilidad de prosperidad y de civilización, y cuya fase siguiente será la irrupción de la violencia política en las ciudades'. La guerra en el recibidor de cada casa.

Ése es el horizonte que ha de conjurar Álvaro Uribe, porque otros cuatro años de fracaso agotarían peligrosamente las reservas nacionales de voluntad aunque sólo sea de rebuscar una nueva esperanza. El presidente colombiano apuesta a que puede invertir la tendencia de una degradación secular. No hay derecho a negar que tiene la fuerza y la ambición apropiadas para que Colombia le eche una mano al intentarlo.

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