El más europeo de los hombres de cine americanos
El cómico y director neoyorquino Woody Allen obtiene el Premio Príncipe de Asturias de las Artes
La persona y la obra de Woody Allen reúnen todo cuanto se puede pedir a un artista y a su tarea para verse de golpe encumbrados por un reconocimiento como el del Premio Príncipe de Asturias de las Artes, que busca el tacto de la universalidad. Es con toda evidencia Allen un hombre de cine que ha atravesado todas las fronteras, que se ha forjado paso a paso un renombre universal y que a los 66 años se encuentra ya dentro de ese inconfundible territorio de la creación artística que sólo ocupan los clásicos vivientes, gente armada con una especie de don o de toque alquímico que les hace capaces de convertir en oro el barro. Barro, genuino barro humano, es la materia que alimenta el cine de Woody Allen; y oro, puro oro imaginativo, es el ingenio que formaliza ese barro en comedias de irresistible empuje, monumentos de humor y de conocimiento.
Su condición, a la manera de Charles Chaplin, de cineasta total, que inventa, escribe, dirige e interpreta sus películas, convierte a Woody Allen en un artista de gran riqueza y de gran complejidad, pues ofrece varias caras -todas ellas escurridizas y ninguna incon-sistente- al intento de encerrarle en una definición o de meterle dentro de un encasillamiento. Muchos han intentado, bien para ensalzarla o bien para derruirla, atrapar su obra con el lazo o la red de unas cuantas frases, pero siempre se ha resistido a ser definida una identidad que, tras décadas de terca introspección, sigue siendo misteriosa e incluso con pinta de incapturable. No hay manera de meter en un cerco simplificador una obra que ha fructificado en 34 filmes a lo largo de 34 años y que se ensancha y alarga en un puñado de obras teatrales y en varias colecciones de deslumbrantes monólogos de cabaret, que son la fuente de donde fluye el torrente de la inventiva de este hombre de asombrosa fertilidad imaginativa, cuyo perfil es hoy un rasgo indispensable para entender -y orientarse en su condición, según el propio Allen, de estado del espíritu- la isla por excelencia de este tiempo, Manhattan.
Nueva York
'Soy un tipo casi normal, para alguien que ha sido criado en Brooklyn', dijo una vez. Suele decirse de él, que su enorme ego de tímido incorregible, es su mayor proveedor de gracias, pero esto, aunque cierto, no es del todo exacto. Su cine es ciertamente un cine en yo, pero no tiene forma ni condición de espejo, pues cuando Allen habla de sí mismo lo hace más para ocultarse detrás de su personaje que para darse a conocer como persona. Pero en el otro polo de aquella ironía suya estalla la imagen de Brooklyn, y ahí sí hay un poderoso espejo, el que convierte el cine de Allen en un apasionante ejercicio de indagación de los laberintos de su estirpe y su ciudad. Dijo una vez: 'Siento Nueva York como se siente un ritmo. Lo siento cuando camino por sus calles y tiene que ver con el nervio, con la sangre que fluye por una ciudad que es peligrosa y desapacible, pero que te hace más vivo'.
El cineasta por excelencia de Nueva York, desvelador incomparable de los 'nudos de incongruencia' de su ciudad, arrastra a su vez consigo la incongruencia de ser universalmente, y con verdad, considerado el más europeo de los hombres de cine americanos. Pero hace aproximadamente una década desde que, a través de la tacada de filmes que, desde Delitos y faltas y Maridos y mujeres, llega a Balas sobre Broadway, El misterio del escorpión de jade y la todavía aquí inédita Hollywood ending, el cine de Allen experimenta un giro formal que obliga a revisar e incluso a invertir, en forma de paradoja, esa ecuación, lo que hoy le convierte en el más americano de los hombres de cine europeos.
Porque en este último peldaño de su genial escalada hacia la perfección, Allen recupera esencias de comedia que europeos hasta la médula como Charles Chaplin, Ernst Lubitsch y Billy Wilder incorporaron al esplendor del Hollywood clásico. Y es ese esplendor el que ahora encuentra en Woody Allen un heredero. Y la dura respuesta de Allen a Hollywood -'Cambiaría el Oscar que dieron a Annie Hall por un segundo más de vida'- choca así con su búsqueda en las fuentes de la comedia hollywoodense de lo que es la etapa de mayor equilibrio y acabamiento de su filmografía.
El caudal del talento cinematográfico de este hombre de la escena neoyorquina parece no tener límite. Sigue fluyendo incesantemente su imagen de Manhattan y con ella seguimos recuperando los rasgos perdidos del Hollywood clásico, lo que casi equivale a decir del cine mismo. De ahí que traer ahora aquí el honor de desvelar desde Europa la talla de artista nuestro de este cómico y comediante judío neoyorquino tiene sabor a un hermoso desquite del Hollywood impercedero, donde se anudaron para siempre los prodigios de las tradiciones de la comedia europea y neoyorquina, contra el Hollywood actual, que Woody Allen sigue rechazando sin ceder ni un palmo de su territorio de liberdad, lo que le convierte en un artista único, irrepetible e insustituible.
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