¿Por qué? ¿Cómo?
Cinco presidentes en sólo dos semanas es todo un récord, incluso para el mundo subdesarrollado. Argentina acaba de patentarlo, en medio del estruendo y la furia de una movilización popular contra la clase política que recuerda, peligrosamente, la que precedió la meteórica carrera política del Comandante Hugo Chávez en Venezuela y comenzó la erosión de su sistema democrático.
¿Conseguirá Eduardo Duhalde, que ha asumido la presidencia de Argentina gracias a un acuerdo entre radicales y peronistas, terminar el mandato de Fernando de la Rúa, que dura hasta 2003, y en este período estabilizar la vida política, restablecer el orden y dar un comienzo de solución a la gravísima crisis económica e institucional que ha llevado al país a las puertas de la anarquía y la desintegración? Hay que desearlo, desde luego, pero las credenciales doctrinarias y las primeras declaraciones del flamante mandatario no justifican el optimismo, sino, más bien, lo contrario.
Cuando uno ha leído los análisis y explicaciones de los técnicos y economistas -han proliferado en estos días- sobre la pavorosa situación de Argentina, un país aplastado bajo la vertiginosa deuda externa de 130 mil millones de dólares, cuyos intereses consumen un tercio de la renta nacional, y víctima de la más pavorosa crisis fiscal de América Latina, queda siempre frustrado, insatisfecho. Y con las mismas preguntas martillándole en el cerebro: ¿Por qué? ¿Cómo?
¿Por qué parece haber llegado a esta crisis terminal uno de los países más privilegiados de la tierra? ¿Cómo se explica que Argentina, que tuvo hace unas cuantas décadas uno de los niveles de vida más altos del mundo y que parecía destinado, en unas cuantas generaciones más, a competir con Suiza o Suecia en desarrollo y modernidad, venga retrocediendo de este modo hasta parangonarse en empobrecimiento, desorden, inoperancia en materia política y económica, con ciertos países africanos?
Esta no es una pregunta retórica sino una perplejidad justificada, ante lo que parece un desperdicio irresponsable, criminal, de unas condiciones únicas para alcanzar el desarrollo y bienestar. Si Argentina no es el país más afortunado del mundo en recursos naturales, debe figurar entre los tres o cuatro más favorecidos. Tiene de todo, desde petróleo, minerales y riquezas marítimas hasta un suelo feraz y abundantísimo que se bastaría para ser, a la vez, el granero y el proveedor de todas las carnicerías del mundo.
Para su enorme territorio, su población es pequeña, y culturalmente homogénea. Aunque, sin duda, con las crisis repetidas, sus escuelas y universidades deben haber decaído, su sistema educativo fue, en el pasado, la envidia de todo América Latina, y con razón, pues era uno de los más eficientes y elevados de todo el Occidente. Cuando yo era niño, todavía el sueño de miles de jóvenes sudamericanos era ir a estudiar ingeniería, medicina o cualquier otra profesión liberal a ese gran país de donde nos venían las películas que veíamos, los buenos libros que leíamos y las revistas que nos divertían (en mi casa yo leía el Billiken, mi abuelita y mi madre, Para ti, y mi abuelo, Leoplán).
¿Qué cataclismo, plaga o maldición divina cayó sobre Argentina que, en apenas medio siglo, trocó ese destino sobresaliente y promisorio en el embrollo actual? Ningún economista o politólogo está en condiciones de dar una respuesta cabal a este interrogante, porque, acaso, la explicación no sea estadísticamente cuantificable ni reducible a avatares o fórmulas políticas. La verdadera razón está detrás de todo eso, es una motivación recóndita, difusa, y tiene que ver más con una cierta predisposición anímica y psicológica que con doctrinas económicas o la lucha de los individuos y los partidos por el poder.
Ruego a mis lectores que no crean que me burlo de ellos, o hago un desplante de escritor-bufón, si les digo que, para entender el galimatías argentino, mucho más instructivo que cualquier elucubración de economistas y científicos sociales, es el libro de una filóloga, Ana María Barrenechea, que, en 1957, publicó el ensayo que, para mí, sigue siendo el más sólido y lúcido sobre Borges: La expresión de la irrealidad en la obra de Jorge Luis Borges. Es una investigación muy rigurosa y muy sutil sobre las técnicas de que el autor de El Aleph se valió para construir su deslumbrante universo ficticio, ese mundo de situaciones, personajes y asuntos que delatan una vastísima cultura literaria, una imaginación singular e insólita y una riqueza y originalidad expresiva sólo comparables a la de los más grandes prosistas que en el mundo han sido.
El universo borgiano tiene muchos rasgos inconfundibles, pero el principal y supremo es el ser irreal, estar fuera de este mundo concreto en que nacemos, vivimos y morimos sus hechizados lectores, en existir sólo como un milagroso espejismo gracias a la brujería literaria de su autor, quien con mucha razón dijo de sí mismo: 'Muchas cosas he leído y pocas he vivido'. El mundo creado por Borges sólo existe en el sueño, en la palabra, aunque su belleza, elegancia y perfección disimulen su esencial irrealidad.
No es casual que el más notable de los creadores evadidos del mundo real de la literatura moderna haya nacido y escrito en Argentina, país que, desde hace ya muchos lustros, no sólo en su vida literaria (cultora eximia del género fantástico), sino también social, económica y política manifiesta, como Borges, una notoria preferencia por la irrealidad y un rechazo despectivo por las sordideces y mezquindades del mundo real, por la vida posible. Esa vocación a fugar de lo concreto hacia lo onírico o lo ideal gracias a la fantasía, puede dar, en el dominio de la literatura, productos tan espléndidos como los que salieron de la pluma de un Borges o de un Bioy Casares. Pero, llevarla a la vida social, al terreno pedestre de lo práctico, sucumbir a la tentación de la irrealidad -de la utopía, del voluntarismo o del populismo- tiene las trágicas consecuencias que hoy padece uno de los países más ricos de la tierra, que, por empeñarse su clase dirigente en vivir en la burbuja de un ensueño en vez de aceptar la pobre realidad, un día se despertó 'quebrado y fundido', como acaba de reconocer el flamante presidente Duhalde.
Dejarse acumular una deuda externa de 130 mil millones de dólares es vivir una ficción suicida. Lo es, también, prolongar y agravar una crisis fiscal indefinidamente, como si, enterrando la cabeza en el suelo tal cual hacen las avestruces, quedara uno protegido contra el huracán. Mantener, por cobardía o demagogia política, una paridad entre el dólar y el peso que ya no correspondía en absoluto al estado real de la moneda y que sólo servía para asfixiar las exportaciones, y demorar la catástrofe financiera que traería la inevitable devaluación del peso, es asimismo apostar por la ilusión y la fantasmagoría en contra del mediocre pragmatismo de los realistas.
Pero todo esto viene de muy atrás, y empezó, sin duda, con la locura nacionalista de los cuarenta y los cincuenta que llevó a Perón y al peronismo a estatizar las principales y hasta entonces florecientes industrias argentinas y a hacer crecer el Estado burocrático e intervencionista hasta convertirlo en un verdadero Moloch, un monstruo inmanejable, asfixiante, obstáculo tenaz para el sistema de creación de riqueza y fuente de una infinita corrupción. Así empezó el desmoronamiento sistemático de ese país cuyos habitantes, privilegiados ciudadanos de una sociedad moderna, próspera y culta, llegaron en una época a creerse europeros, exonerados de los embrollos y miserias sudamericanos, más cerca de París y de Londres que de Asunción o La Paz.
¿Abrirán, por fin los ojos, y, sacudidos por esta crisis terrible que ha llenado de muertos y heridos las calles y remecido hasta las raíces sus instituciones, redescubrirán el camino de la realidad? En sus primeras declaraciones, el presidente Duhalde no da síntomas de ello, pero, quizás, a la hora de actuar sea más realista que cuando habla desde una tribuna.
La realidad, para Argentina, en estos momentos, es que debe llegar a algún acuerdo con sus acreedores para reestructurar, de una manera sensata, el pago de esa enloquecida deuda, sin que ello implique, claro está, la inmolación del pueblo argentino en aras de una teórica salud financiera. Porque ese acuerdo es lo único que puede traerle las inversiones que necesita y evitar la fuga desesperada de capitales que esta crisis ya ha iniciado y que aceleraría el ser puesto Argentina en cuarentena financiera en el ámbito internacional. Y tomar medidas enérgicas para reducir drásticamente la crisis fiscal, mediante un ajuste severo, porque ni Argentina ni país alguno puede vivir ad aeternum gastando (despilfarrando) más de lo que produce. Esto implica un alto coste, desde luego, pero es preferible admitir que no hay alternativa y pagarlo cuanto antes, pues más tarde será todavía más oneroso, sobre todo para los pobres. La sociedad resistirá mejor el sacrificio si se le dice la verdad que si se le sigue mintiendo, y pretendiendo que con analgésicos se puede combatir eficazmente un tumor cerebral. A éste hay que extirparlo cuanto antes o se corre el riesgo de que el enfermo muera.
La primera vez que fui a Buenos Aires, a mediados de los años sesenta, descubrí que en esa bellísima ciudad había más teatros que en París, y que sus librerías eran las más codiciables y estimulantes que yo había visto nunca. Desde entonces tengo por Buenos Aires, por Argentina, un cariño especial. Leer, en estos días, lo que allí ocurre, me ha resucitado las imágenes de aquel primer contacto con ese desperdiciado país. Deseo ardientemente que salga pronto del abismo y llegue algún día a 'merecer' (el verbo y la imagen son de Borges, por supuesto) la democracia que todavía no ha perdido.
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