La pesadilla argentina
LA DIMISIÓN del Gobierno argentino, que ayer puso sus cargos a disposición del presidente Adolfo Rodríguez Saá, el cese, dos días después de su nombramiento, del presidente del Banco Central, David Expósito, principal impulsor del argentino, la nueva moneda en la que confían los gobernantes recién llegados a la Casa Rosada para salir de la recesión, y las violentas manifestaciones en las calles, con asalto al Congreso incluido, muestran, por si hicieran falta más pruebas, el grado de alarma que ha alcanzado la crisis económica, social y política que atenaza al país latinoamericano y las graves dificultades que existen para salir de ella.
El cese fulminante del recién nombrado presidente del Banco Central se achaca a haber desvelado que la emisión de la nueva moneda sería relativamente importante -unos 15.000 millones de argentinos-, lo que hace presumir una fuerte depreciación de esa moneda frente a los todavía inmovilizados dólares. Sin que quepa atribuir específicamente a esa presunción la nueva oleada de violencia en las calles, un hecho es cierto: la confianza en la capacidad de las nuevas autoridades para reconducir la grave situación económica se debilita por momentos. Las acusaciones de corrupción, tan frecuentes entre la clase política del país, se han centrado ahora en el jefe de los asesores del nuevo presidente, el dirigente peronista Carlos Grosso, también forzado a dimitir tras esta segunda ronda de manifestaciones y caceroladas.
Esos abandonos no serán los últimos. La dificultad para transmitir un mínimo de confianza a una población justificadamente irritada, que ha presenciado todo tipo de experimentos de política económica con resultados lamentables sobre su bienestar, va a seguir presente en esta fase de interinidad, al menos hasta la anunciada convocatoria de elecciones presidenciales el próximo marzo. Argentina tiene en la escasa credibilidad de sus instituciones y de sus dirigentes uno de los principales escollos para llegar a una cierta normalización económica y política. Las decisiones adoptadas por el nuevo presidente, Saá, son un exponente de ello.
La forma de abordar la crisis son los propios de un populismo más preocupado por sortear circunstancialmente los efectos de las revueltas en las calles que por sentar las bases para el normal funcionamiento de la economía. La introducción de la nueva moneda con la que pagar sueldos y abastecimientos públicos no es sino una forma de dosificar la devaluación a la que se enfrenta el peso frente al dólar. El Gobierno intenta convencer de lo contrario, pero sigue manteniendo la inmovilización de los depósitos bancarios de los ciudadanos, lo que no es sino una confesión de la imposibilidad de mantener la convertibilidad de los pesos en dólares.
La salida a la situación creada no es fácil ni, mucho menos, indolora. Pero la solución es justamente la contraria de la elegida por los nuevos gobernantes: la creación de expectativas sin apenas fundamento. El reconocimiento de que la liberalización del régimen cambiario nacido en 1991 va a comportar costes importantes, junto a la adopción de medidas tendentes a neutralizar las indudables amenazas inflacionistas y a reformar el sistema tributario, deben ser premisas básicas de cualquier actuación política honesta. Sobre la base de ese reconocimiento y sus consecuentes decisiones, el apoyo internacional de las instituciones multilaterales y de los gobiernos no debería tender prioritariamente a la recuperación de la deuda ahora impagada, sino a restaurar la solvencia a medio plazo del país. Que la población argentina entienda esto es básico para que el saneamiento alcance igualmente a una clase política con la solvencia más deteriorada que la de la propia nación. De lo contrario, Argentina seguirá sumida en una cada día más angustiosa pesadilla, tanto mayor cuanto menos se corresponde con las soflamas de grandeza que tratan de compensar su progresivo empobrecimiento.
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