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La guerra de la comida

Casi nunca hay alimentos para todos y los hambrientos acaban siendo disueltos a culatazos

Guillermo Altares

La historia se repite día tras día. Frente a los lugares donde se produce el reparto masivo de trigo en Kabul se forman largas filas, una para los hombres y otra para las mujeres. Todos llevan en la mano el cupón que podrá ser canjeado por un saco de trigo. El reparto empieza bien; pero suele terminar mal.

Casi nunca hay para todos y los policías que vigilan la operación acaban disolviendo a las masas a culatazos, que, a su vez, lanzan piedras con bastante buena puntería. En total, antes del final de esta semana, el Programa Mundial de Alimentos de Naciones Unidas tiene previsto distribuir trigo para 1,3 millones de personas (la capital afgana tiene 1,8 millones de habitantes); pero muchos consideran que ésta no es la solución y, desde luego, la violencia es cada vez mayor.

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La ONU reconoció ayer que un conductor había resultado herido grave después de ser apaleado por una multitud durante un reparto de trigo en la capital afgana. Otros cuatro ayudantes locales de Naciones Unidas resultaron heridos leves durante el mismo incidente, en el que un camión fue saqueado. 'Eso demuestra hasta qué punto es necesaria la ayuda y hasta qué punto está desesperada la gente', dice Yusuf Hasan, portavoz de la ONU en Afganistán.

En una escuela del barrio de Kharti Katta Parwan, Habid Raman, de 45 años, espera en la cola por cuarto día consecutivo. Las jornadas anteriores volvió a su casa con las manos vacías. Esta vez está muy cerca del camión, debajo del que varios niños recogen en los faldones de sus camisas el trigo que ha ido colándose mientras se entregan los sacos. 'Podré hacer harina y pan y dar de comer a mi familia durante 15 días', asegura.

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¿Y después? La ONU asegura que va a intentar mantener los repartos durante todo el invierno; pero otras ONG consultadas mantienen que el remedio puede ser peor que la enfermedad. El precio del trigo en Kabul puede bajar y, además, en muchos casos es vendido posteriormente para conseguir otros alimentos. Los robos de cupones son frecuentes. 'Lo que la población necesita no es trigo', asegura Yolanda Romero, que trabaja en Acción contra el Hambre en Kabul.

Esta ONG, que lleva años trabajando en Afganistán, considera que en la capital no hay hambruna, sino 'necesidad extrema'. En otras partes de Afganistán, sobre todo en el norte, sí que se producen situaciones de auténtica hambruna, de niños muriendo de hambre. La dieta básica de la mayoría de la población de la ciudad es el típico pan afgano y té. De vez en cuando comen arroz. Los adultos, pasando hambre, pueden sobrevivir con eso. Los niños no. 'Los casos de desnutrición son muy frecuentes y los niños afectados pueden morir de cualquier enfermedad, como una gripe o una diarrea', señala el doctor Adulaziz Naqeeb en un dispensario de esta organización, situado en uno de los barrios más pobres de Kabul, Khair Khana 3.

En la pequeña consulta entran mujeres como Parigal, 21 años, tres hijos y embarazada de cinco meses. Su marido no tiene trabajo, ella no podía trabajar bajo los talibanes y todos sus hijos padecen malnutrición. Allí son pesados y examinados y, posteriormente, el médico les receta una papilla alimentaria para los más mayores (cinco y tres años) y leche en polvo para el pequeño (un año).

Cada día pasan 150 pacientes por la consulta y hay 18 abiertas en toda la ciudad. Muchos de ellos son localizados por trabajadores locales de la organización que rastrean las bolsas de pobreza en busca de niños con problemas y les llevan al médico.

Es una forma muy diferente de enfrentarse al problema de la pobreza en Afganistán. 'Lo importante es estudiar, primero, las necesidades alimentarias de la población y, luego, repartir la comida de forma controlada', dice Yolanda Romero. Otras organizaciones humanitarias están distribuyendo desde leña y mantas hasta utensilios de cocina.

Las necesidades son enormes. Naqeeb explica que casi nadie tiene un trabajo de verdad en la ciudad y que la mayoría de la gente se busca la vida como puede vendiendo en las calles.

Una familia -la media en Afganistán es de ocho miembros- puede ganar unos 50.000 afganis (dos dólares) al día con un puesto de manzanas en el mercado; pero sólo un kilo de carne cuesta 60.000. La solución a esta ecuación se llama hambre.

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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