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Los olvidados de la guerra

En el mayor hospital de Kandahar, los heridos tratan de rehacer sus vidas tras los intensos bombardeos estadounidenses

Francisco Peregil

Ahora que las bombas apenas suenan en Afganistán, los heridos no cotizan al alza en el mercado periodístico. Se persigue más una entrevista con cualquier político que hable sobre el nacimiento del Estado que las desventuras de gente anónima. Sin embargo, ahí están. Personas como el niño Eslam Mohamed Afgan, en el hospital Mirwarz, el mayor de Kandahar. El viernes pasado, cuando los árabes y muchos talibanes ya se marchaban de Kandahar, Eslam encontró una bala en el suelo y quiso explosionarla con una piedra.

Una hora después yacía con la pierna amputada en el hospital. Y ahí sigue. La mosca que se le posa en los labios no lo despierta. Y cuando se despierta, cuando los calmantes no pueden mantenerlo dormido por más tiempo, es para llorar. La guerra ha dejado atrás personas como Rukia, una mujer de 39 años, que aún convalece en el Hospital Civil de Quetta, con el brazo partido en varias partes, producto de una bomba caída en Kandahar que se llevó a sus cinco hijos. Cuando se le preguntó qué le diría a los americanos, Rukia respondió: 'Que Osama aún sigue libre y sin embargo mis cinco hijos han muerto. Rezo cada día para que Bush muera. Rezaré para que todas las desgracias que América ha traído sobre nosotros caigan sobre ella. Ahora déjeme, mi dolor es demasiado grande para seguir hablando'. Cuando la persona que la entrevistaba comenzó a llorar también, Rukia le cogió la mano y trató de consolarla como si fuese la otra persona quien había perdido los cinco hijos.

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Los médicos del mayor hospital de Kandahar, con capacidad para 215 camas, aseguran que la inmensa mayoría de los heridos que llegaron desde el 7 de octubre, cuando se iniciaron los bombardeos, son civiles. Ahora, a todos los enfermos que se les pregunta aseguran que no eran talibanes. 'Mienten muchos porque, es lógico, tienen miedo de las repercusiones. Pero a nosotros nos consta que la mayoría de los heridos eran civiles. Árabes sólo tenemos ahora unos 20. Y en total habrán pasado por aquí unos 150 o 180. Sin embargo, mujeres, cada día venían unas cinco o seis por lo menos', comenta un médico.

'No se me olvidará nunca la imagen de aquel campesino que había perdido a sus dos hijas y se daba golpes en la cabeza', señala otro de los cirujanos del hospital. 'O aquella familia de Argandarz en la que murieron todos sus miembros menos uno'.

La guerra ha dejado atrás a gente como el soldado anónimo de Gul Aghá que yace en una cama herido en el estómago. Cuando se le pregunta si se arrepiente de haber luchado se queda callado. Si luchó pensando en ganar un buen dinero y ahora se encuentra malherido, sin dinero y sin apoyo, no lo dice. Pero por mucho que le paguen, su vida no cambiará demasiado. Los nuevos policías de Kandahar aspiran a cobrar unas 9.000 pesetas al mes. Cifra muy inferior a las 18.000 pesetas diarias que han estado cobrando la mayoría de los noventa traductores afincados en Quetta que prestaban ayuda a los periodistas. Para estos traductores, muchos de ellos con un nivel ínfimo de inglés, la guerra les va a permitir comprarse un coche, casarse o ayudar a algún familiar.

Los heridos son los olvidados. Pero ninguno olvida. Los 20 árabes que yacen en el hospital más grande de Kandahar, el Mirwarz, viven pendientes de que en cualquier momento se abra la puerta y vengan los hombres de Gul Aghá, el nuevo gobernador de Kandahar, a llevárselos.

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Sobre la firma

Francisco Peregil
Redactor de la sección Internacional. Comenzó en El País en 1989 y ha desempeñado coberturas en países como Venezuela, Haití, Libia, Irak y Afganistán. Ha sido corresponsal en Buenos Aires para Sudamérica y corresponsal para el Magreb. Es autor de las novelas 'Era tan bella', –mención especial del jurado del Premio Nadal en 2000– y 'Manuela'.

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