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Columna
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Arte y loto

Vicente Molina Foix

Nadie bajará el sábado a los sótanos de la Academia de Cine a rescatar una película mejor que las que aspiran a los Goya olvidada en las candidaturas. La suerte de los ganadores está ya en este caso decidida por los votantes, pero la romántica escena del rescate de un artista proscrito sucedió en Madrid la semana pasada, y así se ha contado en estas mismas páginas. El jurado del premio de narrativa que patrocina la editorial Lengua de Trapo, insatisfecho con los cinco finalistas que habían llegado a sus manos tras la criba de los 200 originales presentados, quiso echar un vistazo al salon des refusés, y allí encontró una misteriosa caja llena de folios empaquetados, que todos juntos, aunque también, parece, separados aleatoriamente, formaban la novela al fin ganadora, La familia Fortuna. Su autor, Tulio Stella, habituado a oír la voz pertinaz del rechazo, se quedó mudo en Buenos Aires al recibir la noticia por teléfono.

En uno de sus relatos más memorables, La lotería en Babilonia, Borges habla en primera persona del mudable destino de los habitantes de Babilonia, 'un país vertiginoso donde la lotería es parte principal de la realidad'. Conscientes de tan accidental reparto de la fortuna, nadie allí sin embargo intenta esquivarlo: 'El que no adquiría suertes era considerado un pusilánime, un apocado'. Los errores, las arbitrariedades, se suceden convirtiendo en esclavo a quien un día antes era procónsul; aun así, las víctimas de esta cruel rifa humana la ven como 'una interpolación del azar en el orden del mundo'.

Citar los errores habidos en todos los premios de este mundo (en la lotería del Más Allá no llevo números) resulta tautológico. ¿No es acaso el error el participar? Beckett, Cioran, Bernhard, Sánchez Ferlosio; sólo algunos justos tratan de sustraerse a las recompensas literarias, y no siempre con éxito, por pecado juvenil o aclamación universal. El resto de la humanidad somos más acomodaticios y, de vez en cuando, jugamos la papeleta que es competir por un galardón, confiando en la combinación de talento, justicia y suerte.

Lo que ha sucedido en el Lengua de Trapo da esperanzas y quita las ganas. Hay jurados que quieren asegurarse de que lo que les ha llegado a ellos es lo mejor que llegó al premio; Antonio Gamoneda, en 1989, también se hizo abrir el limbo de los manuscritos presentados al Juan Ramón Jiménez de poesía y no elegidos por la comisión previa, obligándonos a los demás miembros del jurado a seguirle en busca del genial libro eliminado. Fue una jornada larga y polvorienta, pero ganó uno de los ya preseleccionados. Por otro lado, novelas de Rosa Chacel y Álvaro Pombo, emboscadas en el seudónimo obligatorio, no pasaron la prueba del comité del Premio Azorín (en la etapa anterior a su gestión por la editorial Planeta), en años con ganadores hoy comprensiblemente olvidados. ¿Vale la pena concursar?

El reciente escándalo del Premio Cervantes debería movilizar a los legisladores de estos juegos de azar. En este caso al menos dos miembros del jurado no diré que han prevaricado, cosa posible, pero desde luego han manipulado.

Con todo, el asombro ante el último elegido no debe hacernos pasar por alto algo quizá peor: la predeterminación de los electores. En el Cervantes hay ya varios precedentes de jurados escogidos adrede para inclinar la balanza a favor de un escritor en particular. Es otra forma, quizá la más brutal, de la lotería artística, ya que no sólo favorece al premiado sino que penaliza a los candidatos desigualados.

El cuento de Borges nos aclara que esta variante la previeron asimismo los babilonios: 'Era despreciado el que no jugaba, pero también eran despreciados los perdedores'.

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