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Tribuna:DEBATE SOBRE LA NARRATIVA ESPAÑOLA
Tribuna
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El criado del poeta y el crítico visionario

El autor arremete contra los críticos que no pretenden juzgar libros o autores, sino crear cánones, al hilo de la polémica surgida en la Feria del Libro de Guadalajara (México).

En cuestiones literarias, cuando uno no quiere equivocarse lo mejor es mirar hacia arriba: escribes un poema o una novela, los pones al lado de un libro de Lorca o de Nabokov, de Luis Cernuda o de Kafka, y en dos segundos sabrás cuál es su verdadero tamaño. Cualquier autor responsable debería de hacer eso a menudo, porque le valdrá tanto para intentar ser humilde como para intentar ser ambicioso, y ésas son dos aspiraciones sin las que no se puede escribir un buen libro. La mayor parte de los críticos literarios no tienen esa posibilidad, porque su trabajo en los suplementos de los periódicos o en las revistas especializadas les obliga a mirar sólo a su alrededor, deben atenerse a las novedades del mercado y están condenados a analizar hechos tan cercanos que resultan invisibles: lo reciente carece de reposo, de perspectiva, es una materia sin cristalizar, una herida abierta. Sin duda, esa limitación puede afrontarse de dos formas, se puede ignorar lo mismo que si no existiese o se puede ver como algo inevitable, algo que es necesario tener en cuenta. Algunos críticos pertenecen al segundo grupo, y cuando juzgan una obra de un autor contemporáneo -tanto si la ensalzan como si la desacreditan, eso es lo de menos- siempre lo hacen de manera respetuosa, ponderada, sin prejuicios personales y con razonamientos sensatos. Otros pertenecen al primero y, en consecuencia, se comportan como visionarios, se sienten capaces de resolver cualquier enigma, de aclarar la confusión con un golpe de ingenio, con dos adjetivos más o menos rotundos. Sin ánimo de ofender ni descalificar a nadie, yo incluiría en este último apartado el artículo del profesor Fernando Valls sobre la narrativa española de ayer y hoy incluido en un libro publicado por el Ministerio de Cultura con motivo de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (México), un pequeño ensayo que ha creado una gran polémica, sin duda alimentada por quienes han querido convertirlo todo en un ataque furibundo e indescifrable contra el Grupo PRISA y también en una advertencia, esta vez muy clara, al Ministerio de Cultura y, por extensión, al Gobierno: sigan ustedes tolerando que existan intelectuales no afines a nuestra causa y tomaremos medidas.Dejando lo anecdótico aparte, creo que merece la pena hacer una reflexión sobre ese tipo de crítica que no pretende juzgar obras, autores, tendencias y estilos literarios, sino crear cánones, hacer y deshacer escuelas y generaciones, organizar el presente y construir el futuro. Un tipo de crítica cuya máxima ambición parece ser, como escribió Jaime Gil de Biedma, la de dar salvoconductos y promulgar excomuniones -una ambición, por lo tanto, de carácter monárquico o papal-. Y creo que merece la pena recordar que esa crítica militante, alistada en un bando concreto entre los que luchan por hacerse oír entre la multitud y enemiga de los demás, ha sido siempre una característica de nuestro país, tanto entre los críticos como entre los propios escritores. Miren en cualquier época de nuestra historia y allí encontrarán, por ejemplo, a dos poetas, o dos grupos poéticos, forcejeando entre sí, empujándose mutuamente. La poesía española siempre ha estado marcada por esa dualidad, por ese combate sin cuartel; siempre ha estado metida en el mismo barro, aunque en cada momento se le hayan ido poniendo nombres diferentes: miren hacia atrás y les darán a elegir entre el conceptismo y el culturenanismo -es decir, entre Góngora y Quevedo-; miren un poco más cerca y tendrán que quedarse o con la poesía sencilla de Antonio Machado o con la poesía pura de Juan Ramón Jiménez; tendrán que optar entre la tradición y la vanguardia y luego decantarse por una de las parejas del 27 -Lorca y Alberti, Salinas y Guillén...-; tendrán que eliminar de sus bibliotecas a José Ángel Valente o a Gil de Biedma, optar por la poesía entendida como conocimiento o como comunicación, escoger entre la poesía de la experiencia y la poesía de la diferencia... Después de todo eso, confundidos y asqueados, llenos de desorientación y de salpicaduras, lo más probable es que la mayoría de ustedes se pase a la sección de obras prácticas o de autoayuda, libros como Disfrute de su cáncer o El albaricoque, ese gran desconocido.

En realidad, todo es mucho más fácil de lo que parece porque, como dije antes, los dos bandos en conflicto son siempre los mismos, aunque cada veinte o treinta años se pongan nombres nuevos. Los dos bandos son el de los que creen en la literatura clara, accesible, y los que creen en la literatura compleja, a veces oscura, misteriosa. La mayoría de los escritores o críticos que militan en una de las dos mitades de esa batalla odia a los escritores y a los críticos de enfrente, los injuria o menosprecia cada vez que tiene ocasión, en público o en privado, y se esmera en ridiculizar todo lo que el rival dice o escribe. Una vez, hace años, en un bar de las Ramblas de Barcelona le pregunté al propio Jaime Gil de Biedma qué le parecía esta sentencia que acababa de leer en un ensayo de otro buen amigo y maestro, Octavio Paz: "El poema hermético proclama la grandeza de la poesía y la miseria de la historia". Jaime, un hombre de inteligencia a veces demoledora, no lo dudó ni dos segundos: "Me parece una absoluta majadería. ¿Y por qué no la grandeza del verso libre y la miseria del waterpolo?".

El juicio de Gil de Biedma, que a muchos les parecerá, sin duda, demasiado radical y un poco frívolo, demuestra que los críticos no son los únicos que cometen arbitrariedades y que los escritores más notables pueden emitir juicios incomprensibles cuando hablan de otros escritores de estética adversa o que, sencillamente, no les son simpáticos. A Voltaire, Shakespeare le parecía "un dramaturgo menor al que sus defectos han hecho famoso"; Balzac calificó el Romanticismo como "una literatura que tal vez puedan entender alrededor de diez personas por raza"; Ezra Pound detestaba El paraíso perdido de John Milton; Menéndez Pidal siempre creyó que Góngora era un autor de tercera clase; Pío Baroja consideraba a Flaubert "un hombre sin grandes facultades que si hubiera tenido la moral literaria de Galdós no habría llegado a nada", y a Molière, "un escritor triste que no llegó nunca ni a la exuberancia de Shakespeare ni a la inventiva de Cervantes". ¿Por qué pueden llegar a ser tan intransigentes los escritores cuando hablan de otros escritores? ¿Cómo se puede descalificar a un buen poeta con la rotundidad con que Juan Ramón Jiménez descalificó la obra de Pedro Salinas, o Neruda la de Vicente Huidobro, o Cernuda la de Alberti y Gerardo Diego, o el propio Rafael Alberti la de Aleixandre? En todos esos casos, hay muchas razones: hay celos, rencores, intereses, actitudes competitivas, luchas de poder, amistades defraudadas, convicciones estéticas...

Se supone que un buen crítico debe ser lo contrario de todo eso, alguien coherente, libre, exacto, reflexivo, imparcial y, en los mejores casos, tan generoso y tan lúcido como para darse cuenta de que, como escribió George Steiner, el verdadero gran crítico es el que sabe ser un criado del gran poeta. El texto de Fernando Valls no me parece tan censurable por la elección de los autores "que, fuese cual fuese, sería discutible", sino por la parcialidad, la incoherencia y, lamento tener que decirlo, la soberbia de su discurso. Parcialidad o subjetividad cuando no se dedica a elegir, para su panorámica sobre "la narrativa española de ayer y hoy", a una serie de novelistas, sino a realzar unas tendencias sobre otras y a despreciar todo aquello que se opone a sus gustos. En el artículo se habla mal de los editores, los premios, los agentes, el mercado, los medios de comunicación, los propios lectores -los novelistas que gustan al crítico son "los más apreciados por los lectores exigentes", de manera que los que leen a los demás serán lectores conformistas o incultos o idiotas- y, para rematar, de todo el país en general, puesto que "hoy no se dan en España las condiciones adecuadas, ni existen espacios de libertad suficiente para que el crítico pueda desempeñar con independencia su trabajo de análisis y valoración de las obras literarias".

Incoherencia, porque no se entiende, entre otras muchas cosas, que si se cita a unos escritores ya fallecidos se ignore a otros de igual o mayor importancia, que se hable de Torrente Ballester o de Miguel Espinosa, pero no de Luis Martín Santos -catorce años más joven que el autor de La saga fuga de J. B.-, Juan García Hortelano o Ignacio Aldecoa, por citar tres casos notables. Incoherencia, también, porque no puede ser otra cosa reducir a Rafael Sánchez Ferlosio al grado de "maestro indiscutible" del "artículo literario", como si no hubiese escrito El Jarama o Alfanhuí, o reducir a Francisco Ayala a la categoría de "memorialista", como si no fuera el autor de una obra narrativa que ocupa, en un tomo publicado por Alianza con letra bastante pequeña, casi las mil trescientas páginas. Incoherencia, finalmente, me parece dedicarle a Javier Marías, por poner un ejemplo inexplicable, media línea del ensayito y uno o varios párrafos a narradores sin su prestigio, con muchos menos reconocimientos nacionales e internacionales que él, con menos obra y con cientos de miles de lectores menos.

He dicho que, además de parcial e incoherente, el texto del profesor Valls es soberbio, porque tampoco veo de qué otra manera podrían calificarse la cantidad de sarcasmos y ultrajes a los que somete a los autores a los que no ha incluido en él, autores "más interesados y formados en los medios audiovisuales que en la tradición literaria y cuya prosa se encuentra más emparentada con el esquematismo propio del guión cinematográfico que con la musculatura de la prosa narrativa"; autores "galardonados con premios suculentos" que "no pasarían del aprobado en el taller literario más benévolo"; autores "mediáticos"; autores de una literatura que "se mide más por la cuenta de resultados económicos que por su valor literario"; autores sólo atentos a la "oportunidad que tanto valora el mercado"; autores que cultivan "esa narrativa de usar y tirar (kleenex, tetrabrik, se la ha llamado) tan en boga hoy". ¿De verdad son necesarios tantos insultos a los ausentes para realzar la categoría de los elegidos? No puedo dejar de pensar en aquella sentencia de W. H. Auden en La mano del teñidor: "Es imposible hablar mal de un libro sin pavonearse".

Creo que el texto de Fernando Valls, doloroso por ingenuo, no tiene excesiva importancia en sí mismo, pero sí como síntoma. ¿Es esa clase de crítica aceptable o censurable? ¿Es buena para la literatura o es perjudicial? ¿Orienta a los lectores o les mete en una guerra? ¿Es pura y objetiva o partidista y malsana? Personalmente, yo marcaría en todas esas preguntas la opción B.

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