Los dos presupuestos
En los últimos años, el debate parlamentario sobre los Presupuestos Generales del Estado se ha desarrollado en un clima previo de desinterés y abulia, y en la Cámara ha quedado reducido a una confrontación rutinaria, en la que el Gobierno y la oposición se arrojan mutuamente lugares comunes carentes del mínimo interés para los ciudadanos. El Gobierno ha contribuido notablemente a esta degradación del que se supone que es el debate más importante de la política económica de cualquier país, con sus tácticas sistemáticas de reducir unas veces o enmarañar otras la información sobre las cuentas públicas y de hurtar el cuerpo a la discusión en profundidad sobre los asuntos políticos o económicos de importancia. El debate sobre los Presupuestos de 2001, que comenzó ayer en el Congreso, sigue las mismas pautas anodinas que años anteriores; y no por la ausencia obligada del secretario general del PSOE, José Luis Rodríguez Zapatero, sino por la falta de voluntad política del Gobierno y de acierto de la oposición.El ministro fundamentó su explicación al Congreso en dos soportes básicos: el déficit cero, presentado triunfalmente como un logro histórico y como el "instrumento adecuado" para consolidar el crecimiento de la economía española, y la creación de empleo, que el ministro cuantificó en tres millones de puestos de trabajo. No es necesario recurrir a las acusaciones de Caldera de que el Presupuesto está plagado de "trucos" y "artificios contables" (véase, si no, el caso de RTVE) para desmontar los pilares áureos del Presupuesto del Gobierno que exhibió el ministro de Hacienda. Porque ya no se puede esconder por más tiempo que ese déficit cero está basado sobre una distribución muy desigual de los esfuerzos económicos y sociales.
Podría hablarse a efectos de explicación de dos mundos presupuestarios diferentes. Por un lado, el mundo feliz de los ingresos fiscales, que están aumentando de forma desbordante como consecuencia del crecimiento de la economía, y del superávit social del presupuesto: a menos parados, grandes ahorros en prestación por desempleo; por otro, el resto de las partidas de gasto, que siguen creciendo a buen ritmo y al margen de cualquier tidpo de racionalidad. Los gastos consolidados del Estado aumentarán un 8,4%, mientras el crecimiento de los ingresos se estima en un 7,9%. A grandes rasgos, el excedente de cotizaciones sociales que genera el aumento del empleo terminará nivelando el exceso de gasto corriente para alcanzar ese mágico déficit cero.
Hay razones muy poderosas para que Montoro y el Gobierno moderen su entusiasmo contable. No se trata sólo de que el déficit cero se consiga gracias a los impuestos y a la disminución de la protección social, sino que resulta evidente que el equipo económico no tiene una sola idea nueva que ofrecer. Todas las reformas del gasto tantas veces prometidas están paradas u olvidadas y no se advierte iniciativa alguna, en la línea de los cambios estructurales aireados en el programa electoral del PP, que permita soportar el equilibrio presupuestario que preconiza el equipo económico ante un eventual cambio de ciclo.
El Presupuesto para el año que viene es, entre otras cosas, un ejercicio de fe en que continuará la abundante cosecha de ingresos, una chapuza técnica montada sobre una previsión irreal de inflación, y un caso clínico de inmovilismo político impropio de un Gobierno que ha ganado las elecciones por mayoría absoluta. El equilibrio presupuestario es un compromiso que, en términos generales, es positivo, pero que tampoco puede convertirse en un fetiche para un país que sigue teniendo severas diferencias con nuestros vecinos europeos en infraestucturas, en investigación y desarrollo y en utilización de tecnología.
Desgraciadamente, el ministro Montoro no disipó ayer los temores sobre la endeblez política y técnica de un Presupuesto que quizá tenga que aplicarse en un año de transición hacia condiciones económicas menos favorables. El responsable de Hacienda ofreció la misma retórica superficial que ya empleó en la presentación pública de las cuentas del Estado, adobada, además, con otro intento de retrotraerse a los tiempos en los que era posible quitarse de enmedio cualquier crítica aludiendo a la "corrupción" de los socialistas. En su haber hay que situar provisionalmente la promesa de nuevas rebajas de impuestos, una declaración de principios que hay que tomar con cierta precaución a la vista de la caótica situación en que se encuentra la gestión tributaria española y el enredo jurídico en el que aparece permanentemente liada la normativa sobre retenciones que ha elaborado el Ejecutivo. Pero ésta es otra historia, aunque, desde luego, no menos importante.
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