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EE UU tiene un plan; Colombia, tampoco.

El Plan Colombia, concebido por Estados Unidos y adaptado a las previsiones del presidente colombiano, el conservador Andrés Pastrana, es una ambiciosa tentativa de combatir el doble y gravísimo problema del país: el narco y la guerrilla de las FARC, que desde hace décadas niegan cualquier futuro a la gran nación del Caribe y del Pacífico.El 80% de los 1.300 millones de dólares de aportación norteamericana se surte de pertrechos militares para combatir, se dice, sólo al narco; pero como es complejo distinguir entre tráfico e insurrección, porque la segunda vive del primero, las FARC advierten de que, si esos medios se emplean contra la fuerza guerrillera, interrumpirán las conversaciones de paz que se celebran, sin avances visibles, desde enero de 1999. Parece poco probable, sin embargo, que unas docenas de helicópteros, por muy letales que sean, vayan a inclinar la balanza militar del lado del Gobierno, que no tiene tropa suficiente para soñar en derrotar a sus montaraces adversarios. Washington no ignora, por supuesto, nada de todo ello, lo que lleva a preguntarse a qué obedece ese endurecimiento de las posiciones de Bogotá y Washington, tan insuficiente en lo militar como peligroso para las ambiciones de paz en Colombia.

Hay un fuerte componente electoral en el asunto.

Aunque es muy razonable la apreciación de Bogotá de que hay que saber repicar e ir en la procesión, es decir, presionar militarmente para que el adverasario se sienta mejor dispuesto a negociar, parece argumento de más peso la necesidad de dar la sensación de que se actúa cuando a más de año y medio de tratar con la guerrilla, ésta no ha hecho más concesión que ésa, la de negociar. Y aunque faltan casi dos años para las presidenciales, hay que preparar el camino a una sucesión conservadora o asimilada. Como, al mismo tiempo, crecen las voces en Colombia de que sólo la bala puede resolver el asunto, apariencia de bala es lo que quiere dar Pastrana a su deseado sucesor.

De igual forma, el presidente Clinton tiene también unas presidenciales, pero ya este noviembre, lo que le obliga a dejar algún legado de lucha contra la droga a su descendiente, el demócrata Al Gore. Eso no significa, sin embargo, que la iniciativa carezca de aspiraciones más altas. Las mejores fuentes colombianas aseguran que hay un verdadero cambio de mentalidad en Washington, una nueva comprensión de que por el bien de todos, y sobre todo de las calles de Estados Unidos, hay que tomarse el narco muy en serio. Según estas fuentes, es una pugna a largo plazo lo que ahora se inicia; un combate que pasa por un adiestramiento de las fuerzas colombianas, jamás por la intervención directa de Washington, que la opinión tanto de Colombia como de Estados Unidos difícilmente aceptaría; una disputa del territorio hasta irle comiendo a las FARC su terreno nutricio con la expulsión de la coca, de la que tan ricamente viven. Y ahí es donde nace precisamente otro gran problema. A América Latina no le entusiasma nada que la guerra se le desparrame a Bogotá.

Establecido, con bastante seguridad, que ninguno de los dos bandos puede acabar con el otro, el temor que cunde en las fronteras colombianas (Venezuela, Panamá, Ecuador y Brasil) es el de que una presión redoblada sobre el narco, sin necesidad de que eso implique una derrota frontal de la guerrilla ( FARC, pero también ELN y EPL), aconseje a todo o parte del tráfico su desplazamiento a parajes más amenos. Todo ello es algo más complicado que correr un mueble en el salón, pero el cultivo a gran escala de la coca no estuvo instalado desde el Fiat Lux en Colombia, y si viajó una vez, puede hacerlo otra.

El plan tiene, por tanto, dos planteamientos a escala igual de problemáticos. A corto plazo, se sustenta sólo en una ambición de continuidad en el poder, que así puede ser percibido por las respectivas opiniones; a medio y largo es susceptible de provocar la oposición de media América Latina, con Brasil a la cabeza. Por eso, hoy Estados Unidos apenas tiene un plan, y Bogotá, sólo el de Washington.

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