Estrellas errantes
Este estreno absoluto era uno de los más esperados de este festival. Se trataba de un experimento teatral lleno de riesgos, pues Anna Pavlova es un mito, idealizada como mujer y bailarina, como estrella y como símbolo de toda una época. Cuocolo y Candeloro no se equivocaron al escoger a Rosario Suárez para encarnar la evocación de la rusa. Sin intentar comparaciones absurdas, ambas son estrellas y mensajeras, cada una de su tiempo, de algo intangible y hermoso: la danza; también ambas huyeron de las tiranías humanas y profesionales de un gran ballet y prefirieron sus grupos pequeños. Son historias llenas de dolor y de belleza, de éxitos y de rutas errantes; ambas comparten la evanescente gloria del cisne, la muerte por amor de Giselle, la chispeante inocencia de Arlequina o Estrella, el eco melancólico del aplauso, las flores que siempre contienen algo de epitafio en su perfume.Así, la velada es un elegante recreo a base de tableau vivant, escenas de pantomima sutilmente basada en la iconografía de Pavlova, incluyendo los dibujos egipciacos de Léon Bakst y ballets de repertorio finisecular. Hay que destacar la calidad del vestuario, fiel a la época sin amaneramiento en materiales y líneas. El espéctáculo tiene fallos de ritmo en sus excesivos silencios, pero la calidad es patente y la seriedad en la reconstrucción de los fragmentos de esos ballets perdidos concede un crédito indudable, lo mismo que en las comprometidas partituras que asume el trío de músicos.
Rosario Suárez y Toni Candeloro Anna Pavlova: diálogos del alma
Dirección: Anna Cuocolo; música: Arenskii, Chopin, Chaicovski, Saint-Saëns, Adam y otros; vestuario: Maria Grazia Ferreri; escenografía: Andrea Pati; luces: Marco Policastro. Piano: Alessia Toffanin; violín: Alessandro Fagiuoli; violonchelo: Luis Felipe Serrano. Balletto di Puglia. Centro Cultural de la Villa de Madrid. 16 de junio.
Es dificilísimo adentrarse en el estilo Fokin desde Ruslam y Liudmila a Carnaval, pasando por La muerte del cisne. Candeloro es hoy quizás el único apasionado valedor de esa tradición olvidada, y que fue muy importante. Bailarina y coreógrafo huyen de cualquier espectacularidad en busca de una esencia coréutica y moral que debe contener esa danza mayor que no tiene tiempo, sino nombres universales. La obra empieza cuando el violonchelo desgrana tristemente el tema de Chant du ménestrel (El canto del trovador) de Glazunov, y su tono antologa el sentido mismo del espectáculo: es un canto a la entrega, a la voluntad ciertamente mística que tiene el ballet y que convirtió a Pavlova en un icono transparente y eterno.
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