Lacruz o el escritor que aplazó el favor del mar M. VÁZQUEZ MONTALBÁN
A la espera de que se legitimara la llamada "generación de los cincuenta", tres títulos se quedaron en mi primera memoria lectora, dos recomendados por mi compañero de Preu, el malogrado Luis Maristany, y el otro captado en una conversación de Patio de Letras. Los dos primeros eran El inocente y La tarde de Mario Lacruz y el otro, Los contactos furtivos de Antonio Rabinad. Son dos currículos literarios opuestos por el vértice. Mario Lacruz era un escritor casi consagrado antes de la treintena y Rabinad ha necesitado llegar a los 70 años para ser considerado por algunos "un descubrimiento". El inocente y La tarde abrían expectativas de gusto literario y estrategia narrativa, y aunque la primera haya sido reconocida como un precedente de la supuesta novela policiaca española, es evidente que está más cerca de El extranjero de Camus que del canon policiaco de prestigio por entonces casi desconocido en España. Las primeras ediciones de Hammett o Chandler pasaron con pena y sin gloria.Tanto en El inocente como en La tarde, Lacruz marcaba diferencias con el realismo social explícito de compañeros de promoción, aunque pertenecía a una curiosa hornada de combativos licenciados en Derecho de la Universidad de Barcelona, entre los que estaban Gil de Biedma, José Agustín Goytisolo, Carlos Barral, Alberto Oliart, Antonio de Senillosa, Luis Carandell, es decir, una vanguardia plural crítica a la que Lacruz aportaba aquella melancólica sensación de distanciada extrañeza que le caracterizó primero como escritor y luego como editor. Si como escritor consiguió dos obras perdurables desde una precocidad a lo Rimbaud o Radiguet, como editor contribuyó a través de Plaza y Janés al comienzo y de Seix y Barral al final a la que podríamos llamar reconstrucción del gusto democrático, en tantas cosas convergente con la reconstrucción de la razón democrática. Fue un gran director literario, y puedo atestiguarlo como súbdito porque me editó El pianista. Los alegres mucuchachos de Atzavara, Pigmalión y otros relatos y coeditó con otro grande de la dirección literaria, Rafael Borrás, Galindez.
Pero tal vez mi experiencia personal más ilustrativa sea la de haberme hecho caso y editado la primera novela de un joven cartero barcelonés, Juan Miñana, La Claque. Nada más leerla pensé que estaba ante una importante ópera prima, les llevé la novela a Lacruz y Gimferrer y 15 días después estaba contratada. Lacruz apenas empleaba oraciones compuestas. Musitaba de vez en cuando alguna y su interlocutor se quedaba con la impresión de que él continuaba un discurso secreto que desconfiaba valiera la pena comunicar. Creo que me dijo: "Esta obra está bien" y nada más. Todos esperábamos que un día Mario sacara de los cajones novelas extraordinarias que continuaran lo prometido por El inocente y La tarde. Le veíamos como un rey Arturo o ese padre esencial de las novelas de Marsé que un día volverá, y nos negábamos a creer que había perdido el favor del mar. Ignoro si ha dejado obra póstuma. Lo que me consta es que como escritor y editor legó obra suficiente y estoy convencido de que mentalmente no dejó de escribir nunca, aunque de vez en cuando pudiera haber temido que otros estaban escribiendo en su lugar lo que él sólo podía editar.
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