"La oposición ecologista a los transgénicos es elitista y conservadora"
Como no hay ningún premio Nobel de Agricultura, al biólogo de plantas estadounidense Norman Borlaug le tuvieron que dar en 1970 el de la Paz: un remiendo plausible, si se acepta que no habrá paz mientras haya hambre. Desde los años cuarenta, su trabajo en varios programas de investigación desarrollados en México -de 1964 a 1979 dirigió el Centro Internacional de Mejoramiento del Maíz y el Trigo mexicano- sentó las bases de la llamada revolución verde, un gran salto adelante en la tecnología de mejora y selección de semillas que permitió a muchos países del Tercer Mundo alcanzar la autosuficiencia en la producción agrícola. Las semillas fueron facilitadas libres de cargos a los países en desarrollo.Borlaug, a punto de cumplir 86 años, y que fue investido ayer doctor honoris causa por la Universidad Politécnica de Madrid, se ha vuelto a situar en el ojo del huracán debido a su firme defensa de las modernas semillas transgénicas, a las que en cierto modo considera herederas de su trabajo pionero. Esta actitud, que por otra parte refleja la de la comunidad científica internacional, le ha procurado virulentos ataques de grupos ecologistas como Greenpeace, que han llegado a calificarle de "tecnofanático" y a responsabilizarle de buena parte de los males que afligen a los países en desarrollo. Borlaug se limita a sonreír: sabe muy bien que toda innovación genera enormes resistencias, no siempre racionales.
Pregunta. ¿Qué le pasa a usted con los ecologistas?
Respuesta. Todas las técnicas nuevas generan resistencia por parte de ciertos sectores de la opinión pública. Esto es cierto ahora para los transgénicos, pero también lo fue en los años sesenta, cuando mi equipo desarrolló, con técnicas de mejora genética más tradicionales, una variedad de trigo que se adaptaba a muy diferentes ambientes y que acabamos donando -gratuitamente- a toda América y a muchos países del Tercer Mundo, incluidos India, Pakistán y China, pese a sus grandes diferencias de clima.
P. ¿Son los transgénicos una segunda revolución verde?
R. No, no son más que una nueva herramienta. Las técnicas de mejora tradicional como las que yo usaba también servían para aumentar el rendimiento o para generar variedades más resistentes a las plagas, pero los métodos, basados en la hibridación y la selección, eran mucho más lentos y primitivos: junto al gen beneficioso entraban muchos otros, y algunos podían tener efectos negativos en otros aspectos. Se tardaba años. Ahora se puede poner en una variedad un solo gen, definido con precisión.
P. Parte de las críticas a los transgénicos se deben a que están en manos de unas pocas grandes empresas.
R. La mejor protección contra esto es la ciencia académica. Es esencial impulsar programas de investigación en el sector público, financiados por los gobiernos, desarrollados en institutos internacionales que no tengan vinculaciones con las firmas privadas.
P. Los ecologistas aseguran que el mundo no necesita para nada las semillas transgénicas.
R. Lo dicen porque tienen la panza llena. La oposición ecologista a los transgénicos es elitista y conservadora. Las críticas vienen, como siempre, de los sectores más privilegiados: los que viven en la comodidad de las sociedades occidentales, los que no han conocido de cerca las hambrunas. Yo fui ecologista antes que la mayor parte de ellos. Me gusta discutir con ellos sobre cuestiones medioambientales. Pero son excesivamente teóricos, y tienen más emoción que datos.
P. ¿Se equivocan en todo?
R. Hay ecologistas razonables, pero los que llevan las banderas son muy extremistas, y es justo a estos últimos a los que oye la gente. También son los que asustan a los políticos.
P. La UE ha logrado aplicar a los transgénicos el llamado principio de precaución, por el que basta una duda razonable (no ya una evidencia incuestionable) sobre sus riesgos para que un país se niegue a importarlos. ¿Qué le parece ese principio?
R. Están buscando el riesgo cero, y eso no existe en el mundo de la biología.
P. ¿Era necesario el Protocolo de Bioseguridad de Montreal? [Firmado el mes pasado por más de 130 países, este protocolo impone ciertas barreras al comercio internacional de transgénicos].
R. El debate ha sido más político que científico. Por ejemplo, en Estados Unidos, y mucho antes de que empezara a discutirse ningún Protocolo de Bioseguridad, el maíz transgénico sólo se aprobó tras rigurosos controles y autorizaciones de tres agencias gubernamentales: la Food and Drug Administration [la autoridad en materia de fármacos y alimentos], el Departamento de Agricultura y la Agencia de Protección Ambiental.
P. ¿Supone un problema que las empresas biotecnológicas estén patentando las semillas modificadas genéticamente?
R. A largo plazo existe el peligro de que estas empresas lleguen a estar dominadas por abogados. Los abogados, por lo general, no son buenos biólogos. Y ¿quién escucha a los abogados? Pues los líderes políticos, que de esta forma se alejan cada vez más de los problemas sociales y económicos de las personas.
P. ¿Qué le diría a un ciudadano preocupado por las campañas ecologistas contra los transgénicos?
R. La población mundial sigue creciendo a un ritmo de casi 90 millones de personas al año. Hay que usar la mejor tecnología para optimizar el rendimiento de todos los cultivos básicos: ésa es la forma de aumentar la producción de alimentos sin invadir más terrenos para hacer cultivos. Basta con los suelos y los climas que ya son aptos para la agricultura. Esto deja todas las demás zonas con su vegetación natural, lo que evita los riesgos de erosión, de inundaciones catastróficas y de mermas de biodiversidad.
Un heterodoxo con suerte
Como muchos otros avances científicos, el principal hallazgo de Norman Borlaug debe tanto a los impredecibles efectos colaterales como a su estilo de investigación heterodoxo. En los años cuarenta y cincuenta, el dogma de los mejoradores vegetales era que la selección de una variedad debía hacerse en cultivos sembrados en la misma fecha, en el mismo tipo de suelo y bajo las mismas condiciones climáticas en las que luego fuera a utilizarse la variedad para su explotación comercial.
Pero Borlaug tenía prisa. Seleccionar una semilla mejorada según esos preceptos llevaba por entonces unos diez años, y los campos mexicanos necesitaban con urgencia un trigo resistente a una plaga que los estaba destruyendo a velocidad de vértigo.
El científico pensó que, si hacía dos ciclos sucesivos de siembra por año, podía obtener la semilla resistente en sólo cinco años, en vez de diez. Pero para ello tenía que saltarse el dogma: sembró el primer ciclo en el valle de Yaqui (39 metros sobre el nivel del mar) y, con los productos de ese primer paso, sembró un segundo ciclo en el valle de Toluca, a una altitud de 2.600 metros: dos suelos, climas y fechas totalmente diferentes.
El resultado trajo bajo el brazo un premio inesperado: la variedad seleccionada por Borlaug mostraba una magnífica adaptación a casi cualquier tipo de clima, altitud y época de siembra, como consecuencia fortuita de haber sido seleccionada en ambientes tan distintos. El trigo de Borlaug se extendió -gratis- por todo el mundo y mostró un rendimiento sin precedentes en países de todo tipo.
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