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Tribuna
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Los malos talantes

Diez años después de la caída del Muro sería injusto considerar la evolución de los Estados centroeuropeos otra cosa que la historia de un éxito. En una década, Polonia, Hungría, Eslovaquia y la República Checa han logrado construir unas democracias consolidadas. Están adaptando sus economías al mercado y acercándolas a la Unión Europea (UE) con vistas a una integración a la que ya son candidatos. No hace falta por tanto comparar esta región con los Balcanes occidentales para felicitarse por los logros de estos años.Y sin embargo, en Centroeuropa se perciben inquietantes indicios de cambio del talante político y comienzan a configurar un panorama que debiera mover a la reflexión, allí como entre sus futuros socios en la UE. En la República Checa, por ejemplo, el Gobierno permite que en la ciudad de Ustinad Labem se construya un muro para aislar a los gitanos del resto de la población. En esta región europea donde los altos muros de los guetos judíos provocaron algunas de las tragedias más terribles que ha conocido la civilización occidental, las autoridades debieran tener más cuidado con los símbolos, al margen incluso de la violación de derechos que esconden.

En Budapest mientras, parece haberse considerado imprescindible instalar junto al castillo en Buda una placa en homenaje a la Gendarmería, una guardia rural que, si bien fundada en el XIX con otros fines, tuvo en 1944 una grave implicación en matanzas y deportaciones a Auschwitz. Si tanta necesidad de homenajes tenía, podía habérsele ocurrido el monumento, aún inexistente en esta capital, en memoria del casi medio millón de sus judíos exterminados. Esta falta de sensibilidad parecía más propia del presidente croata Franjo Tudjman que de Budapest. Pero el talante del caudillo de Zagreb parece haberse apoderado del partido Fidesz del primer ministro Víktor Orban. Un indicio es la insólita excentricidad en Europa de tener de vicepresidente del Gobierno a un "ministro de los servicios secretos" (sic). Por desgracia hay que añadir a ello su creciente colaboración con el MIEP, partido chovinista, xenófobo y antisemita del sórdido Istvan Csurka.

En Hungría y en Polonia, paradójicamente en los dos países en los que la dirección comunista se adelantó a todos en sus reformas y posterior disolución del régimen, los sectores más derechistas del Gobierno están además lanzados a una campaña para deslegitimar a la oposición. Gabor Demszky, alcalde de Budapest del partido liberal SzDSz, hoy en la oposición con los socialistas, ha sido acusado por Csurka de haber sido agente comunista. Demszky era un líder de la oposición clandestinidad cuando apenas habían nacido algunos ministros actuales. Los ultras de Csurka parecen encargados del trabajo sucio de la difamación. Pero fue el 23 de octubre, aniversario del levantamiento de 1956, cuando la derecha lanzó su mayor torpedo contra la línea de flotación del consenso democrático. El ministro de Cultura, Zoltan Pokorny, manifestó ante el Parlamento que las barricadas de 1956 hacían imposible el posterior cambio de bando. Aquel levantamiento fue liderado por el comunista reformista Imre Nagy, ejecutado después por los soviéticos y homenajeado hace 10 años por el propio Orban. Utilizarlo ahora para descalificar como "traidores a la patria" al Partido Socialista (ex comunista) y a aquéllos dispuestos a pactar con él, es una muestra del guerracivilismo que parece imponerse en la retórica gubernamental. En Varsovia pasa otro tanto.

Mal asunto éste de utilizar la memoria selectiva con fines políticos cuando los hechos que se manipulan son el genocidio o el sufrimiento del propio pueblo. Talante tan cainita mal puede generar el consenso democrático que estos países necesitan para el esfuerzo de su integración en Europa. Todo éxito pasado puede hacerse irrelevante a base de errores y de una irresponsabilidad imperdonable, más aún en Centroeuropa o en los Balcanes. Más cuando Moscú demuestra en Chechenia que también su talante empeora y el sueño de la seguridad común está más lejos que nunca en esta década.

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