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Tribuna
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Poeta con vistas al mar

Vida y poesía han corrido el mismo viento en el temporal de la literatura moderna. La poesía sólo pudo justificarse a sí misma como palabra vital; por el contrario, la vida llegó a ser con frecuencia un género literario, una manera de seguir fabricando arte, una moral estética. Bohemios, malditos, esteticistas, los poetas hicieron arte de su vida. Ésa fue la marca del escritor moderno.Rafael Alberti es el poeta español contemporáneo que mejor cumple este destino de vitalismo literario y moral estética. Más que la elaboración profunda de un mundo estético propio, su poesía quiso definirse en el movimiento, en la búsqueda, en la maestría danzante, en el paso de un estilo a otro. Neopopularismo, gongorismo, surrealismo, poesía de compromiso, verso meditativo, la obra de Rafael Alberti encara el impulso de la insatisfacción, la llama viva de un deseo que tiende a dudar del presente en favor de la elegía o del himno, del paraíso perdido o del futuro por conquistar. Su poesía esgrime la misma condena de nomadismo que su propia vida, el mismo impulso del deseo insatisfecho. El poeta aprende a vivir en la distancia, en la combustión interna de la melancolía. Después de más de 20 años de exilio en Argentina, cuando intuye su retorno a Europa, se ve obligado a escribir: "Barrancas del Paraná:/ conmigo os iréis el día/ que vuelva a pasar el mar". El poeta toma conciencia de su condena definitiva a la nostalgia, no importa ya en qué lado del mar se desenvuelva su realidad. Movimiento perpetuo, añoranza y búsqueda, signos que han marcado legendariamente la vida y la obra de Rafael Alberti. Cuando el poeta mira hacia el mar, sólo recibe la inseguridad de su propio reflejo, la imagen inquieta de sus labios en ademán de pregunta. Toda interrogación es ya una forma de autobiografía, un examen de conciencia.

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Por eso tienen tanto interés y calidad las memorias literarias del poeta gaditano. Con La arboleda perdida, sobre todo por lo que se refiere a las ediciones de 1942 y 1959, la literatura española alcanza una de las prosas más intensas y brillantes del sigloXX. El niño obligado a abandonar la bahía gaditana para trasladarse con su familia a Madrid, ese mismo niño que habitará la nostalgia juvenil de Marinero en tierra, anuncia claramente al joven surrealista que vive sus pasiones en la tierra como un ángel caído, al militante comunista que desea un mundo mejor o al desterrado político que paga con la moneda del desarraigo la factura de su oposición a la España de Franco.

Alberti empezó a redactar el libro primero de La arboleda perdida durante la guerra civil y los años iniciales del exilio. Este primer libro evoca las aventuras de un niño inquieto que huye repetidamente del colegio de los jesuitas de El Puerto y cambia la disciplina áulica de los sacerdotes por la libertad relampagueante del mar. No fue en realidad tan mal alumno Alberti, pero en estas memorias literarias interesa resaltar la oposición entre autoridad y libertad, acercándonos sin pedantería intelectual a la famosa disputa de la educación religiosa española y, más en concreto, a la denuncia de las formas pedagógicas de los jesuitas. Alberti convierte al niño que fue en un personaje para seguir los caminos de Pérez de Ayala, Ortega y Gasset y Azaña en sus ataques a la educación religiosa.

El libro segundo abre sus páginas con la llegada a Madrid en 1917 y recoge la participación peculiar de Rafael Alberti en unos años muy llamativos de nuestra cultura, años en los que los artistas españoles intentaron al mismo tiempo consolidar las tradiciones y acercarse a las vanguardias europeas. Alberti ofrece una mirada precisa sobre este tiempo de agitación. La dedicación inicial a la pintura, los años fundacionales de la generación del 27, los primeros libros, las primeras inquietudes políticas, sirven para definir el tono de estos recuerdos de juventud escritos ya en Argentina y publicados en 1959.

Más de 20 años después, Alberti retoma el pulso de sus memorias y publica dispersamente en EL PAÍS los capítulos que luego conformarían el segundo volumen, los libros tercero y cuarto de La arboleda perdida. Piden ahora turno los años de la República, la guerra civil y el exilio, el recuerdo parcial de una época llena de momentos y personajes clave. Hasta que el libro de memorias se convierte casi en un diario, en plasmación directa y desordenada de una vida a mitad de camino entre la multitud y la soledad, entre las ganas de vivir y la conciencia de estar cruzando un tiempo que ya no le pertenece. El pequeño reino íntimo de Alberti en la planta 17ª de un edificio de la calle de la Princesa se va poblando de apariciones, versos antiguos que surgen y se confunden, voces de amigos desaparecidos, ciudades vistas una vez y asentadas en la neblina irregular del tiempo. El otoño es ya todos los otoños, y una luz conserva la memoria de todas las luces. Las últimas páginas de La arboleda perdida pertenecen al mismo clima literario de Versos sueltos de cada día, posiblemente el libro más importante de la poesía albertiana de senectud. La biografía y el poema se funden, porque la prosa de este exaltado vitalista es la otra cara del verso, la otra parte del espejo, la prueba manifiesta de que poesía y vida están inevitablemente hermanadas en la lírica moderna.

Alberti ha conseguido dejar por escrito la memoria de toda una época de la cultura española, una época cada vez más lejana, pero siempre viva en sus páginas, gracias a un magnífico aprovechamiento de los recursos literarios de la melancolía.

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