'Recursos humanos', favorita a mejor 'ópera prima'
A la hora de escribir esta columna, sólo le queda al cronista visionar la última película a concurso para la mejor ópera prima, Pourquoi se marier le jour de la fin du monde?, de Harry Cleven, pero salvo milagro de última hora, es difícil que se le escapen los 25 millones (no de 20, como apresuradamente escribíamos ayer) del premio al francés Laurent Cantet, director de la impactante ópera prima Ressources humaines, dura radiografía, sin concesiones ni facilidades, de las relaciones entre patrones y obreros en la Francia de la ley de las 35 horas, la izquierda plural y el cine interrogador y realista.Tal vez la única oposición fuerte que tenga que afrontar la película gala le venga de una curiosa, surreal, algo forzada pero interesante película alemana Tuvalu, de Veit Helmer, que vimos ayer mismo. Dicen los que conocen los premiados cortometrajes de este joven hombre de cine que en poco se diferencian de éste su primer largometraje, una elíptica, por momentos brillante, e irónica propuesta con el visor puesto en la Alemania posunificación, aunque su contenido parezca hablar de seres violentamente irreales, enfermizamente encerrados en un huis clos agobiante.
Tiene el filme una evidente arritmia de guión, que lastra, hacia la mitad de su metraje, su cadencia y sus intenciones. Pero bien sea porque la belleza hipnótica de sus imágenes atrapa siempre la retina del respetable, bien porque constantemente propone un inteligente juego de referencias, desde el viejo cine de tortazos y persecuciones, el slapstick que fue la gloria del Hollywood mudo, hasta Léos Carax, a quien se homenajea a través de su actor fetiche, Denis Lavant, pasando por la estética de Delicatessen, de Jeunet y Caro, lo cierto es que la película logra elevarse por encima de sus limitaciones, de una cierta pesadez nocturnamente germánica, que diría Jorge Luis Borges, para convertirse por lo menos en una propuesta original.
Las líneas asignadas a esta columna no alcanzan para dar cuenta del mejor filme que este cronista pudo contemplar ayer, el cortante, incómodo, El pequeño ladrón, de Eric Zonca, el inspirado realizador de La vida soñada de los ángeles. Es una modesta producción para televisión, 65 apretados minutos en los que nada sobra; no concursa, no tiene actores conocidos. Es un puñetazo en el hígado y una lección de cómo se puede hablar de la vida y sus conflictos prescindiendo de lo accesorio: un filme obligatorio en tiempos de inflación de metraje para no contar nada.
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