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47º FESTIVAL DE SAN SEBASTIÁN

Bigas Luna reduce el enigma de Goya y la duquesa de Alba a un soporífero galimatías

El filme chino 'La ducha' y el portugués 'Jaime' rozan con mínimos medios la perfección

Volavérunt comienza por todo lo alto, con un precioso, aunque por desgracia también algo preciosista, largo viaje en carroza de la célebre duquesa Cayetana de Alba y su corte -en la que se movía su pintor y amante ocasional Francisco de Goya, a quien por lo visto ella llamaba Francho- a uno de sus imperios privados en la Andalucía de finales del siglo XVIII.La pantalla quiere entonces darnos algunos aromas de Visconti y casi lo consigue, aunque esto no tenga demasiado mérito. Pero a lo que realmente huelen estas imágenes iniciales de Volavérunt, y todas las restantes, es a las espuertas de dinero, a los 1.200 millones de pesetas que hay detrás del brillante ejercicio de cine ornamental manejado por Bigas Luna y su equipo. Pero el ácido de la sabiduría antigua vuelve a hacer estragos y el dicho "aunque la mona se vista de seda, mona se queda" asoma el hocico y muerde.

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Indiferencia

A la media hora, o poco más, de aventura latifundista andaluza y luego de intriga palaciega madrileña, los ojos del espectador resbalan indiferentes por encima de las sedas de los ropajes y de los terciopelos de los divanes; e indaga con avidez bajo los suaves trapos y las doradas estancias, a ver qué de alma, qué de vida, qué de poema, qué de enigma, qué de cine hay en la traducción al lenguaje del celuloide de la millonada puesta en imagen. Y no encuentra nada o, endureciendo el giro, encuentra la nada.

Habrá que hablar pronto con detalle de este primer oro convertido en barro de la cosecha del cine español de este año. Basta por ello ahora enunciar en esta crónica de urgencia a vuelapluma que es difícil imaginar un guión peor hecho y dicho que el que sostiene el armazón de Volavérunt, que es inexplicable que quien hizo un trabajo tan exquisito y preciso de dirección coral de actores como el de La camarera del Titánic nos endose ahora un reparto de rostros de lujo disperso y torpe; que quien se las arregló para dar la vuelta, en un giro de gran talento y buen pulso de dirección, en el anterior filme, dé en éste una lección de cómo no hay que volver del revés un itinerario narrativo, pasando de un buen arranque de cine histórico descriptivo a un mal desarrollo dramático y un penoso desenlace de pésimo cine detectivesco, como si el incongruente galimatías de Volavérunt lo comenzase Menéndez Pidal y lo terminase Agatha Christie.

Y este pobre ejercicio de riqueza chocó ayer aquí con la doble lección de lujoso ejercicio de pobreza con que nos deslumbraron las mínimas y perfectas películas portuguesa y china, tituladas Jaime y La ducha, pagadas con cuatro monedas de cobre, rodadas a salto de semáforo en las calles de Oporto y de Pekín, escritas con tinta destilada de la sangre de este tiempo, filmadas con cámaras sedientas de verdad, dirigidas por cineastas (Antonio-Pedro Vasconcelos y Zhang Yang, respectivamente) de mirada generosa, dotados del don de la transparencia y de la sencillez en la captura de los huidizos vaivenes del comportamiento de la gente común e interpretadas en pleno acuerdo con las leyes sagradas de la armonía por largos repartos en los que no se observa ni una mínima quiebra, ni un mínimo desajuste, ni un pequeño chirrido de vacilación o de mal engrasamiento.

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