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Reportaje:MEDIO AMBIENTE

La Cataluña central se modifica tras el gran fuego

El incendio que arrasó 17.000 hectáreas en 1998 han liquidado el patrimonio forestal y ha abierto grandes interrogantes sobre el futuro agrario de la zona

Enric González

El paisaje ha cambiado poco desde el 22 de julio de 1998, el día después de cuatro jornadas de fuego. Es la misma desolación, algo más desnuda: muchos de los árboles renegridos han sido ya talados. El desastre de ahora es íntimo y avanza mucho más lento que aquellos incendios que devastaron 17.000 hectáreas del corazón de Cataluña. Es un desastre difícil de estimar: este año hay dinero en estas comarcas, más que nunca, y trabajo. Hay mucho que hacer. Pero han ardido los ánimos, y grandes pedazos de futuro. Quizá se ha quebrado una forma de vida. Son cosas que se miden mal en hectáreas o en pesetas.Josep Maria Casas perdió 500 hectáreas de bosque. Acaban de elegirle alcalde de Pinós, el municipio donde se sitúa, dicen, el epicentro exacto de la geografía catalana. Reside en una inmensa masía, tiene un vivero de árboles y una granja, además de cultivos. "Quien lo mire así, dirá: hombre, este tío no puede quejarse. Y en cierta forma tendrá razón. Pero esto de aquí no puede mirarse de esa manera", explica.

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La masía y las tierras pertenecen a la familia desde hace siglos. El derecho catalán, que hace descender la propiedad indivisa de generación en generación, de hereu en hereu, ha acumulado propiedades de este tipo. "El patrimonio familiar", dice, "es lo bastante sólido como para soportar incluso una generación de derroche. Mi abuelo, por ejemplo, que no trabajó, pudo permitirse el lujo de instalarse año y medio en Montecarlo. Mi abuelo, precisamente, hizo una tala por incendio hace 60 años. No hubo más incendios de importancia hasta 1994, un aviso de lo de 1998. A mí me ha tocado talar, pero ya tengo 46 años. Mi hijo no verá bosque. Mi nieto, si sigue aquí, podrá empezar a pensar en el bosque que tendrá mi biznieto".

Pero la regeneración de una zona rural como ésta no es automática. Ni puede darse por descontada. De hecho, hay menos árboles que justo después del gran incendio. La falta de lluvias y la extrema sequedad ambiental de este verano han conseguido agostar lo poco que quedaba en pie y han hecho casi inútiles los esfuerzos de reforestación.

Por otra parte, el fuego ha dejado al descubierto los problemas arrastrados, lentamente, como todo, durante décadas. Lo más obvio son las terrazas creadas antaño en las laderas, para cultivar, y que la maleza había ocultado. Eso es sólo un síntoma.

"Después del fuego se nos aparecen los problemas de siempre, más crudos que nunca", afirma Josep Puigpelat, propietario de masía y conocido miembro del sindicato agrario Unió de Pagesos. "El problema generacional, la falta de promoción, la despoblación... Yo he ofrecido", explica, "120.000 pesetas mensuales, con Seguridad Social y vacaciones, a quien quisiera trabajar como pastor. Sin ningún éxito. Los jóvenes prefieren servir hamburguesas o emplearse como administrativos, ganando mucho menos y sin ninguna seguridad. ¿Qué pasa? Que ese oficio no tiene buena imagen, que ya no lo queremos". Se quiere mantener el bosque, pero sin que nadie lo trabaje. Y eso suena muy difícil.

La impresión generalizada es que la falta de rentabilidad está en el origen de la destrucción. La comarca se ha despoblado (donde vivían 18 personas por kilómetro cuadrado, ahora viven tres), la superficie cultivada se ha reducido, el bosque ha crecido de forma selvática y, finalmente, ha ardido.

Hay casos extremos, que resumen todos los problemas del campo. El infortunio, por ejemplo, de un hombre que invirtió parte de su patrimonio en la compra de dos fincas forestales. Las dos ardieron. También invirtió en una granja de cerdos, antes de que los precios cayeran en picado. Hace un par de años, se le ocurrió plantar lino.

La venta de los árboles quemados no es un gran negocio. La Generalitat creó un sistema de créditos para que las compañías madereras pudieran absorber toda la oferta sin romper los precios, pero lo que hace cinco meses se pagaba a 800, se paga hoy a 200. Aun así, es dinero. Todo el patrimonio forestal, liquidado de un golpe.

"Este año hay dinero en la comarca. Lo que se ingresa por la madera, la actividad generada por la reconstrucción de casas y de infraestructuras... Hasta ahora ha habido depresiones, muchas, y dudas, y falta de ilusión. El daño económico se notará a partir del año próximo", opina Casas. Esa impresión es compartida por el director de una sucursal bancaria: "Aún desconocemos la auténtica magnitud del desastre".

Muchos agricultores no propietarios, instalados en la zona durante generaciones, trabajan ahora como albañiles. Cuando termine la reconstrucción, su futuro será precario. El cultivo de pequeñas fincas, cedidas a cambio de un porcentaje, ya no es rentable.

Una de las opciones de futuro de estas comarcas rurales, el Bages y el Solsonés, era, y es todavía, el agroturismo. Joan Muns ha conseguido que este verano la clientela ocupara, como de costumbre, las 16 plazas de su masía. La fidelidad es casi conmovedora: ningún turista abandonó la casa el año pasado, y 8 de cada 10 han vuelto este año. También ha venido gente nueva. "Nos habían pintado un panorama desastroso, tanto, que ahora nos parece tolerable", comenta una turista holandesa junto a la piscina de la masía. Pero el panorama es desastroso: la sierra de Castelltallat es una sombra oscura, erizada de palos negros, cubierta de polvo -la falta de lluvia es angustiosa- y con alguna mancha verde de matorral.

"Nuestros ingresos", explica Muns, "procedían del turismo, el cultivo de cereal y el bosque. El bosque ya no está. El trigo, que hace 12 años se pagaba a 30 pesetas, ahora se paga a 21. Y el turismo... tenemos que hacer lo que sea para conservarlo".

Los ingresos del bosque eran, ya desde hace años, muy marginales. "En casa utilizamos carbón y gasóleo en lugar de madera. Ni siquiera yendo nosotros a buscarla valía la pena utilizarla", reconoce el propio Muns.

"Utilizábamos el bosque como una cuenta de ahorro, una pequeña reserva que se utilizaba con cuidado: si había que afrontar un gasto, como la compra de una máquina, se talaba un trozo. Nos hemos quedado sin esos ahorros por 60 años", dice Puigpelat.

Quienes apostaron en su día por el turismo quieren hacer, como Muns, todo lo posible por mantenerlo, aunque el paisaje no ayude. Abundan los proyectos: la reforestación de algunos puntos concretos (la ermita, la fuente) con fondos europeos, la plantación de un parque de hierbas aromáticas, la construcción de un observatorio-planetario con fondos de la Diputación de Barcelona, y, el más ambicioso, la creación de un estanque "que serviría", según Muns, "para el turismo, para la agricultura y para tener agua a mano en el próximo incendio".

Muns es animoso, pero realista. Y disecciona fríamente el futuro de la zona, similar al de muchas otras: "En la sierra de Castelltallat hay 36 casas. De ellas, 14 están habitadas por agricultores. De esas 14, en ocho hay descendencia. Y de esas ocho, sólo dos tienen posibilidades de sobrevivir: una granja de cerdos de selección y otra, grande, en la que crían terneros. De 36 quedarán dos".

Lo urgente ahora es cobrar las ayudas -créditos blandos, básicamente, avalados por el propio agricultor-, que, como siempre, se retrasan. Cuando el fuego de 1998 quedó sofocado, muchos aún no habían recibido las ayudas por el fuego de 1994. También es urgente vender la madera. Y digerir la irritación profunda contra el Gobierno de la Generalitat, altamente impopular en la zona.

Hay tiempo para cavilar sobre lo demás. Josep Maria Casas tiene ocasión cada día. Desde la ventana de su habitación no se ve más que tierra quemada. "La Administración", dice, "cree que el fuego nos hace ricos. Yo he cobrado 33 millones, sí. ¿Y qué? ¿Qué pasará mañana? Esto ha quedado para las palmeras y para las ratas, para nada más".

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